“Antes de que todo se desmoronara, antes de que las máscaras cayeran... existieron días como este. Caóticos, sí, pero aún simples.”
La noche anterior terminó entre sorbos de jugo de naranja, trozos de chocolate y esa sensación ligera de felicidad que, por más rara que sea, una intenta aprovechar como si fuera oro.
Entre risas sueltas y confidencias al oído, sentí que, a pesar del peso que cargaba sobre los hombros, aún quedaban cosas que valían la pena.
La amistad con Natália y Shelma era una de ellas: un lazo fuerte, capaz de soportar discusiones, distancia y hasta esos silencios raros que a veces aparecen sin motivo.
Y si la suerte quería sumarse, también estaba Shelby, el primo de Natália.
Llegó con ese aire de misterio que deja una pequeña duda rondando, como una coma en medio de la frase que no sabemos si acabará en punto final.
Cuando el sol comenzó a asomar por la ventana, fui la primera en despertar.
El cuerpo pesado, la mente encendiendo poco a poco y esa extraña sensación de no estar en mi propia cama.
Dormí en un colchón improvisado en el suelo de la sala, y el suave ronquido a mi lado solo podía ser de Natália.
Pero el pie sobre mi estómago… ese, sin duda, era de Shelma. Esa mujer no pierde tiempo ni dormida.
Intenté apartarme con cuidado, levantando su pierna como si moviera un vaso de cristal.
Nada.
Shelma volvió a acomodarse, y el pie terminó justo en mi cara.
Suspiré, riéndome bajito.
“Perfecto. Ni siquiera abrí los ojos y ya empecé el día equivocándome.”
Me levanté despacio, acomodando la ropa arrugada y recogiendo mi cabello rizado en un moño improvisado.
Fui a la cocina con la idea de preparar café y despertar a las chicas sin hacer ruido.
Pero, claro, la discreción nunca fue mi fuerte.
La primera cuchara cayó al suelo con un estruendo que sonó como un trueno en medio del silencio de la mañana.
Y cuando abrí el armario, la taza favorita de Natália casi se hizo añicos.
Logré atraparla a tiempo, con el corazón latiendo fuerte, pero ya era tarde: la casa había despertado.
Desde la sala, escuché la voz adormecida de Shelma:
— Kataleya… ¿estás montando un tren ahí en la cocina?
Sonreí sin responder.
Mi intención era buena, pero hasta el silencio parecía escaparse de mí.
Poco después, Shelma apareció en la puerta, con el cabello despeinado y un antifaz de vaquita que no ayudaba nada a su credibilidad.
Se apoyó en el marco, entrecerrando los ojos.
— ¿Qué hora es? —preguntó, mitad sueño, mitad acusación—. ¿Y por qué la casa parece una escena de robo?
No pude evitar reírme.
A veces, esos momentos simples borraban cualquier cansancio.
Aún con la tetera en el fuego, respondí:
— Vamos, chicas. Tenemos que prepararnos. ¡Aún necesitamos comprar los trajes de baño!
Shelma, arrastrando los pies, murmuró:
— Solo si hay jugo de maracuyá en el camino… yo funciono con vitamina C emocional.
Desde el sofá, Natália agregó con voz perezosa:
— Yo solo voy si no es Kataleya quien conduce.
Me giré, divertida:
— ¡Ni siquiera tengo carnet de conducir, por si acaso!
El café se sirvió en tazas desiguales, y la pereza se transformó en energía.
El día apenas comenzaba, y ya planeábamos las compras.
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Unas horas después…
El ambiente en el centro comercial era contagioso.
La tienda de moda playera brillaba con colores vivos y tejidos ligeros: bikinis, sombreros, pareos… pequeños fragmentos del verano.
“Bolsas listas, rostros animados y una playlist elegida — era oficial: el fin de semana en el resort había comenzado.
Lo que no sabíamos era que ese viaje, planeado solo para descansar, cambiaría el rumbo de nuestra historia.”
La carretera hacia el resort parecía infinita, pero nadie dentro del coche parecía notarlo.
La música explotaba en los altavoces, mezclándose con nuestras risas y chistes que solo tenían sentido para nosotras.
Entre un estribillo y otro, abríamos bolsas de papas fritas como si fueran provisiones de emergencia, y el asiento trasero se convertía en territorio de migas — nuestra desorganización perfectamente organizada.
— Quien dijo que los viajes largos necesitan silencio, jamás viajó con nosotras —bromeó Natália, riendo mientras intentaba empujarme con una papa frita.
En el asiento delantero, yo golpeaba el tablero al ritmo de la música, fingiendo ser parte de una banda de rock.
Shelma, concentrada en el volante, esquivaba los baches como si compitiera en una carrera de obstáculos.
El ambiente cambió cuando el portón del resort apareció a lo lejos.
Se abrió lentamente, con una elegancia teatral, como si el lugar ya supiera que la tormenta —nosotras— estaba por llegar.
Desde la entrada, las luces colgaban de los árboles como luciérnagas; el aire olía a frutas tropicales y todo parecía sacado de una revista de viajes de lujo.
“De esas que hojeas pensando: jamás podré pagar un sitio así.”
Fui la primera en bajar del coche…
Y, claro, también la primera en tropezar con mi propia sandalia.
Intenté disimular mirando el suelo, como si estuviera apreciando el diseño del pavimento.
— ¡Ya empezó! —gritó Natália, doblada de risa detrás de mí.
Shelma solo negó con la cabeza. Ya estaba acostumbrada a mis tropiezos.
Y, siendo honesta, yo también.
— ¡Por lo menos finge que tienes elegancia, mujer! —dijo Shelma, acomodando sus gafas de sol con aire de diva.
— Estoy intentando mantener la dignidad… tropezar forma parte del encanto, ¿no? —contesté, intentando recomponerme y rogando que nadie hubiera grabado mi entrada triunfal.
El resort era tan hermoso que parecía un escenario de película.
Palmeras perfectamente alineadas, pisos de mármol que brillaban más que mi frente bajo el sol, y recepcionistas con sonrisas tan perfectas que parecían generadas por computadora.
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Editado: 28.10.2025