Ya vestidas con nuestros nuevos bikinis y protector solar en mano, fuimos hacia la piscina principal. Parecía el punto de encuentro oficial del resort: música ambiente en el volumen justo, un bar con techo de paja digno de una telenovela, y el reflejo del sol sobre el agua dándole un aire casi cinematográfico al lugar. Era imposible no relajarse... al menos hasta que lo inesperado apareció.
Desde lejos, noté a dos chicos apoyados en la barra del bar, conversando y riendo como si estuvieran en casa. Uno de ellos era Willian —guapo, moreno, siempre demasiado arreglado—, el famoso novio de Shelma. El otro… Shelby. Con esa sonrisa perezosa y esos ojos oscuros que parecían saber más de lo que debían. Y, por supuesto, mirándome directamente.
Pero yo… estaba demasiado concentrada en mi jugo helado de menta, tratando de decidir si era refrescante o simplemente extraño. Ni me di cuenta de nada.
Fue Shelma quien lo notó primero. Le dio un codazo a Natália, se acomodó el cabello de forma sospechosa y soltó un “chicas…” entre dientes.
—¿Coincidencia? —preguntó Natália, alzando una ceja—. Lo dudo. ¿Qué hiciste ahora?
—Solo comenté que vendríamos por esta zona… tal vez él lo tomó como una invitación —respondió Shelma con un gesto inocente.
Willian devolvió la sonrisa, como si solo estuviera de paso.
Mientras tanto, yo peleaba con un pareo que insistía en deslizarse de mi cintura. Fue entonces cuando escuché una voz demasiado cerca de mi oído:
—¿Puedo ayudarte?
Me giré sobresaltada, casi tropezando. Era él —Shelby—, camiseta blanca, gafas colgando del cuello y ese aire tranquilo de quien nunca llega tarde a nada.
—¿Tú?! ¡El loco del coche! —exclamé sin pensar.
Él rió, sereno.
—Al menos te acuerdas de mí.
Shelby sonrió de lado.
—Prefiero que me llames “el tipo que no quiso dejarte sola en la calle”.
Bufé.
—¿Amable? ¡Me cargaste como si fuera un secuestro!
Natália y Shelma estallaron en risas, mientras Willian saludaba a su novia.
—Odio el romanticismo empalagoso —murmuró Natália.
Fuimos todos juntos hacia el bar. Shelby me ayudó a subir al taburete alto.
—Vaya costumbre la tuya —refunfuñé, incómoda.
—Perdón, no volverá a pasar —respondió, divertido.
Natália levantó su copa.
—Brindemos por la resaca.
—¡Por la resaca! —repetimos entre risas.
El sol empezaba a ponerse cuando nos tiramos sobre la arena, riendo y hablando del futuro. Por un instante, logré olvidar todo.
Shelby se acercó con dos cocos fríos.
—Para ti. ¿Aún crees que soy un secuestrador?
Tomé el coco, rozando sus dedos.
—Todavía lo estoy decidiendo… pero creo que ahora estoy más asustada.
Él sonrió, como si supiera que no hacía falta decir nada más. El mar bailaba frente a nosotros, y pensé que, incluso cuando todo parece complicado, la vida a veces gira de un modo hermoso.
Y así terminó aquella tarde: con el sonido de las olas, el sabor de la libertad y esa sensación extraña —y buena— de que algo apenas comenzaba.
La noche cayó despacio, trayendo ese aire típico de resort frente al mar: olor a sal mezclado con el perfume de las flores, luces cálidas por todos lados, y un ambiente que parecía sacado de una serie romántica.
Fui la primera en bajar. Elegí un vestido sencillo y recogí mi cabello de cualquier forma —ese tipo de descuido que una finge que es intencional. Detrás de mí venían Natália y Shelma, riendo por alguna tontería que solo ellas entendían.
Cuando llegamos a la mesa, Willian ya estaba allí —impecable, como siempre, camisa perfectamente alineada, postura tan recta que daba hasta pereza. A su lado, Shelby, completamente lo opuesto: tranquilo, manos sobre el vaso, mirada que se perdía en todo a su alrededor, como si nada en el mundo lo apurara.
Al vernos, se levantó. Un gesto simple, pero que me desconcertó por un segundo. No era solo educación. Había algo en su manera —algo que no sabía nombrar, pero que me incomodaba y atraía al mismo tiempo.
La cena comenzó entre risas, comentarios sobre el menú exagerado y esa sensación rara de estar en un lugar demasiado bonito para parecer real. Entre platos decorados de más, copas que brillaban con cualquier luz y camareros que parecían ensayados, todo allí se sentía liviano... pero había una tensión en el aire. De esas que nadie menciona, pero todos perciben.
Shelma, como siempre, rompió el hielo. Tomó el menú como si fuera un contrato injusto y se quejó del precio de la ensalada. Willian respondió con una broma rápida, y la risa se extendió por la mesa. Incluso yo, que suelo quedarme callada en ambientes así, dejé escapar una risa tímida.
Fue entonces cuando miré a un lado y lo vi: Shelby me observaba. Su sonrisa era apenas visible, pero suficiente para hacerme olvidar lo que iba a pedir. No era el típico coqueteo evidente. Era otra cosa. Silenciosa. Pero me desarmó.
Natália lo notó —ella siempre nota— y, quizás para disimular, levantó su copa:
—Si vamos a arriesgarnos con los platos, brindemos por lo desconocido.
El brindis fue rápido, sencillo. Pero, en el fondo, pareció marcar el inicio de algo que ninguno de nosotros se atrevía a nombrar.
Después de la cena, el grupo se dispersó por el jardín iluminado. Las luces lanzaban sombras bonitas sobre el camino de piedra, y el sonido del mar recordaba que aún había mundo más allá de aquel lugar.
Fui la primera en salir. Crucé los brazos, fingiendo que era por costumbre, aunque el viento estaba helado. Shelby vino detrás, pasos lentos, manos en los bolsillos.
—¿Tienes frío? —preguntó, voz baja, casi cómplice.
Hice lo de siempre: disimular.
—Un poco, pero puedo aguantar.
Mentira evidente. Y él lo notó.
Sin decir nada, se quitó la chaqueta y la colocó sobre mis hombros. Protesté, por reflejo. Pero insistió. No fue invasivo. Fue… amable. De esa clase de gestos que se sienten más de lo que se entienden.
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Editado: 28.10.2025