Su respiración se detuvo al oír su nombre susurrado, tan familiar que su corazón se aceleró. Giró rápidamente, pero el pasillo estaba vacío.
El miedo que sentía no era solo por lo que veía, sino por lo que recordaba.
Recordó el pasado: el pequeño apartamento, la puerta siendo empujada, la voz gruesa de él llamándola por su nombre con un tono amenazante. El exmarido gritando, rompiendo cosas, prometiendo que ella nunca tendría paz. Aquella sensación asfixiante de ser vigilada, perseguida, siempre al borde del próximo ataque.
Aceleró el paso, con el corazón descompasado. Intentó correr, pero el tacón se enganchó en la alfombra y cayó al suelo áspero. El teléfono se le resbaló de la mano.
Su cuerpo temblaba; las manos intentaban apoyarse en el suelo, pero no respondían. El pasillo parecía estrecharse, las luces parpadeaban con más fuerza, y cada sombra se convertía en amenaza.
Quiso gritar, pero la voz no salía. Era como si estuviera atrapada en el pasado, como si el presente hubiera desaparecido.
Afuera, nosotras aún reíamos, sin saber que aquella noche ya guardaba una historia para la que ninguna de nosotras estaba preparada.
Natália corrió por el pasillo del resort como si algo invisible la persiguiera. Las luces cálidas no lograban disipar el frío que le recorría la espalda. Al entrar en la habitación, giró la llave con prisa y se apoyó en la puerta, intentando controlar la respiración. Su corazón latía tan fuerte que parecía retumbar por todo el pasillo.
Se quedó quieta, mirando al vacío. La habitación estaba ordenada, pero nada borraba la sensación de que no estaba sola. Su mente decía que sí, pero su cuerpo insistía en lo contrario. Vi sus ojos llenarse de lágrimas antes de que siquiera comprendiera por qué.
No había nadie allí. Pero el pasado había regresado.
Mientras tanto, al otro lado del resort, Shelma, Shelby, Willian y yo conversábamos.
La noche había sido larga, con risas algo forzadas y algunas copas de vino, pero en ese momento parecía que la calma había vuelto. El sonido distante del mar se mezclaba con nuestras voces, creando una falsa sensación de seguridad.
De pronto, mi teléfono vibró sobre la mesa. Una videollamada, casi a medianoche. Fruncí el ceño, extrañada.
Willian se inclinó para mirar. —¿A esta hora? —murmuró, curioso.
Contesté, y en la pantalla apareció Natália en pánico. Su rostro lo decía todo: ojos abiertos, respiración entrecortada, el cuerpo entero temblando. Intentaba hablar, pero el miedo devoraba sus palabras. Dijo que había sentido a alguien detrás de ella en el pasillo. Oyó pasos, se detuvo, se dio vuelta… y no vio a nadie. Aun así, estaba segura de que no estaba sola.
Esa imagen me golpeó como un puñetazo en el estómago. Nos levantamos sin pensar. Corrimos por los pasillos del resort; las risas de la noche anterior ya parecían cosa de otro mundo.
Cuando abrió la puerta, entendí que no era solo el miedo de esa noche —era un miedo antiguo, más profundo. Se desplomó en mis brazos apenas nos vio. Su cuerpo temblaba, y la abracé con fuerza, como si pudiera protegerla de todo solo con ese abrazo.
Shelma se mantuvo a su lado, firme. Shelby y Willian revisaron la habitación en silencio. Miraron todo: baño, cortinas, balcón. El pasillo estaba vacío. Ninguna señal de que alguien realmente hubiera estado allí.
Pero lo sabíamos.
Sabíamos que lo que atormentaba a Natália no era algo visible. Era algo que cargaba dentro. Y que, esa noche, había decidido volver.
Shelby fue el último en revisar el pasillo antes de cerrar la puerta. Willian aseguró las ventanas y arrastró una silla, colocándola como un guardián atento. Sin necesidad de palabras, entendimos: nadie saldría de allí hasta que Natália se sintiera segura.
La habitación, antes tan común, ahora parecía demasiado pequeña para contener tanto miedo, y al mismo tiempo, lo bastante grande para acoger lo que realmente importaba: el cuidado.
Permanecimos en silencio por un largo rato. Solo allí, juntos. Poco a poco, su respiración fue calmándose, sus hombros se relajaron. Y, rodeada por quienes no pensaban dejarla sola, Natália finalmente se quedó dormida.
“Algunos miedos no nacen del presente, sino de recuerdos que nunca se apagan. Todo parecía tan real: la lluvia, los gritos, el miedo...”
La lluvia caía con fuerza aquella noche. Los truenos estallaban como bombas en el cielo. Dentro de la casa, Natália temblaba mientras metía ropa a toda prisa en la maleta. El sonido del cierre competía con los gritos que venían desde la cocina, la voz de él atravesando las paredes como una amenaza viva.
Natália no respondió. Empujó la maleta bajo la cama, el corazón acelerado. El pasillo resonaba con pasos pesados. La puerta se abrió de golpe. Él apareció, con el rostro sudado, los ojos llenos de rabia, acercándose con la respiración entrecortada.
Gritó que el matrimonio solo terminaría si uno de los dos moría. Natália retrocedió hasta quedar contra la pared, tragándose el miedo. Quiso llorar, pero en ese instante algo cambió: sus ojos no derramaron lágrimas, solo mostraron decisión.
Él vaciló, gritó una vez más y salió dando un portazo. El corazón de Natália se aceleró —era su oportunidad. Detrás de la cortina estaba la llave del coche. Corrió hacia la puerta trasera, la abrió con cuidado y, aunque la lluvia caía a cántaros, no se detuvo. Cada gota que golpeaba su rostro se mezclaba con las lágrimas que se negaba a soltar.
El ruido de la puerta principal al ser forzada la hizo correr más rápido. Entró en el coche, las manos temblorosas, giró la llave. El motor rugió. Los neumáticos derraparon sobre el asfalto mojado, pero Natália no se detuvo.
Poco después, los faros aparecieron en el retrovisor. Su marido la perseguía, con la bocina estridente y las luces parpadeando como si quisieran cegarla.
En la curva estrecha de la carretera, todo ocurrió en segundos. Él intentó adelantarla por la derecha, aceleró demasiado, perdió el control. El coche giró, dio tres vueltas y se detuvo en medio de la carretera, destrozado, inerte.
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Editado: 28.10.2025