La habitación estaba en silencio cuando la mañana se filtró por las cortinas delgadas. Afuera, los pájaros cantaban, recordándoles a las tres mujeres que el día había comenzado.
Kataleya abrió los ojos despacio, el cuerpo pesado. Giró el rostro y vio a Shelma aún dormida, con el cabello despeinado sobre la almohada. Una sonrisa contenida se le escapó — la simplicidad de la vida después de la tormenta.
En el otro extremo de la cama, Natália ya estaba despierta, sosteniendo una taza de té. Sus ojos seguían perdidos en pensamientos, todavía marcados por la pesadilla de la noche anterior. Al oír que Kataleya se movía, levantó el rostro y sonrió, aliviada.
—¿Durmieron bien? —preguntó en voz baja.
Kataleya respiró hondo y respondió con voz ronca:
—Mejor de lo que esperaba…
Shelma murmuró algo y se giró hacia el otro lado, buscando unos minutos más de sueño.
Natália se levantó y abrió las cortinas de golpe. La luz entró fuerte, revelando ojeras, cansancio… y también cierto alivio. Era como si el sol confirmara: la noche ya había quedado atrás.
Respiró profundo, dudó un momento, y dijo:
—He estado pensando… esa casa donde vivo es demasiado grande. Fue una herencia, no puedo venderla ni abandonarla. Pero también carga mis traumas. Estar sola allí, a veces, es insoportable.
Se volvió hacia sus amigas, con una mirada directa:
—¿Qué les parecería que viviéramos juntas?
La habitación quedó en silencio. Fruncí el ceño, y Shelma, todavía acostada, parpadeó despacio, intentando entender si había escuchado bien.
—¿Cómo así, vivir contigo? —murmuró, aún con la voz arrastrada por el sueño.
Natália asintió.
—Eso mismo. Nosotras tres. Hemos pasado por tanto… sería bueno tenerlas cerca. No solo por un fin de semana.
El silencio duró unos segundos. Entonces, sonreí. Shelma, aunque sorprendida, enseguida me imitó. Los ojos de Natália brillaron, como si al fin hubiera dicho en voz alta algo que guardaba desde hacía mucho tiempo.
Con ligereza, rompí el momento diciendo que, si había desayuno todos los días, aceptaríamos sin pensarlo.
Shelma fingió seriedad, pero pronto rió.
—Wow, ni siquiera he dicho que sí… —hizo una pausa y agregó divertida—: Es broma. Claro que sí.
Abrazó a Natália sin dudarlo. Me acerqué y también las rodeé con los brazos. Por primera vez en mucho tiempo, todo se sentía liviano. Aquella habitación ya no parecía cargada de recuerdos oscuros, sino llena de promesas de un nuevo comienzo.
…
Después de la decisión, el ambiente cambió. El peso de la noche anterior dio paso a una urgencia nueva: era hora de partir. Fui la primera en levantarme con energía.
No tenía sentido quedarnos. Teníamos cosas que empacar si realmente íbamos a mudarnos. Y era domingo —el día siempre pasa demasiado rápido.
Natália estuvo de acuerdo de inmediato. Dijo algo como: “Mejor nos vamos antes de que este lugar logre arruinar algo más.” Shelma le tomó la mano. Y de repente, todas estábamos en movimiento.
En poco tiempo, maletas abiertas en el suelo, ropa doblándose, objetos en montones casi organizados. Me senté al borde de la cama, intentando encajar todo con calma. Shelma acomodaba sus zapatos con el cuidado de quien toca algo valioso. Natália, junto a la ventana, guardaba un libro con un suspiro, como si cada gesto fuera una pequeña despedida.
La puerta se abrió despacio. Shelby entró primero, seguido por Willian. Ninguno dijo nada al principio. Solo observaron.
Natália, aún organizando la maleta, levantó el rostro. Estaba claro: nos íbamos. No hacía falta explicarlo.
Willian ofreció ayuda. Shelby intentó convencerlas de quedarse un poco más, de no marcharse así tan de repente.
Pero lo corté sin cambiar el tono:
—Tenemos que hacerlo.
Eso bastó para cerrar cualquier intento de discusión.
La decisión ya estaba tomada.
Salimos de la habitación, seguidas por los chicos. El sonido de las ruedas de las maletas resonaba por el pasillo, rompiendo el silencio. En el estacionamiento, comenzamos a acomodar todo en el coche. Dudé un instante antes de subir al asiento trasero, queriendo prolongar aquel último momento.
Willian se acercó a Shelma para despedirse, deseando que llegáramos bien. Shelby miró el coche y solo dijo:
—Adiós, chicas.
Respondimos al unísono.
El motor arrancó, la carretera se abrió ante nosotras, y el resort se hizo cada vez más pequeño en el retrovisor hasta desaparecer. Era como si ese capítulo se hubiera cerrado para siempre.
En el coche, Natália fue la primera en hablar, diciendo que necesitaba un nuevo comienzo. Asentí, apoyando la cabeza en el vidrio: un lugar donde no tuviéramos que fingir que todo está bien. Shelma sonrió, diciendo que allí podríamos reír, llorar, discutir… pero sin miedo.
El silencio que siguió fue de paz.
…
Llegamos con el cielo teñido de naranja. Natália entró primero, suspirando al reconocer el olor de la casa.
—Hogar, dulce hogar —dijo.
Entré detrás, arrastrando la maleta, cansada.
—No volveré a subestimar lo mucho que cansa fingir que todo está bien.
Shelma fue la última en entrar, observándolo todo.
—Este será nuestro rincón.
A la mañana siguiente, el despertador de Shelma sonó antes del amanecer, despertando la habitación entre ruidos y tropezones —míos, claro. Natália gruñó, Shelma bostezó con fuerza, y yo fui la primera en levantarme, entusiasmada con la idea de decorar la habitación.
Entre bromas y pereza, terminamos convenciéndonos unas a otras de salir.
En la tienda, mis ojos brillaron ante los objetos coloridos. Natália prefirió los tonos sobrios, y Shelma apareció sosteniendo un cojín en forma de boca, como si fuera un trofeo.
Nuestros gustos eran opuestos, pero la mezcla funcionaba.
Salimos de la tienda cansadas, pero felices. Shelma tarareaba con las bolsas en la mano, yo luchaba por equilibrar una caja enorme, y Natália venía detrás, con sábanas nuevas y una sonrisa discreta.
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Editado: 28.10.2025