Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 6- “Tú tienes la culpa”

El reloj marcaba las 03:47 cuando me giré y vi a Natália despierta, con la mirada fija en el techo, como si buscara una respuesta que no llegaba.
El cuarto, recién decorado, parecía acogedor… pero no para ella.

El amanecer llegó despacio. Me estiré, con los ojos aún pesados, y allí seguía ella: sentada al borde de la cama, en la misma posición que durante la madrugada. Silenciosa. Lejana.
Cuando abrí los ojos por completo, noté su rostro cansado, los ojos enrojecidos. Shelma despertó poco después, murmurando algo sin entender la escena.

No hizo falta preguntar. Estaba claro que no había dormido.
Había algo distinto en el aire — un peso que no encajaba con el nuevo comienzo que intentábamos construir. Algo había vuelto a inquietarla, a arrastrarla a ese lugar oscuro del que creímos haberla rescatado.

Reconocí ese silencio. Me acerqué despacio, sentándome a su lado. No sabía qué decir, pero entendía que mi presencia bastaba. A veces, estar ya era suficiente.

Shelma se levantó también, y sin decir nada, la abrazamos. Esperamos hasta que Natália respirara más tranquila y pudiera hablar.

Suspiró, y cuando lo hizo, su voz arrastraba un peso antiguo.
Dijo que creía haber sido la madre de él — aquella mujer que nunca la perdonó, que siempre la culpó por todo: por la tragedia, por la pérdida, por seguir viva.

Nos contó sobre el mensaje, llegado de un número desconocido.
Decía que debía pagar por lo que hizo.

Le toqué el hombro con firmeza, aunque el corazón me dolía.
Ella tenía que oírlo: no era su culpa. Nunca lo fue.

Shelma, a su lado, tenía los puños cerrados, la rabia contenida.
Y antes de que pudiera decir algo más, el celular de Natália volvió a vibrar.
El nombre en la pantalla congeló el aire: Dona Eunice.

Natália retrocedió, asustada. Pero Shelma fue más rápida.
Tomó el teléfono antes de que ella pudiera impedirlo y contestó.

Del otro lado, al principio hubo solo silencio. Luego, una voz amarga, cargada de dolor y rencor.
Acusó a Natália sin piedad, como siempre.

Me llevé la mano a la boca, incrédula.
Natália lloraba en silencio, encogida, como si todo se repitiera una vez más.

Shelma apretó el celular con tanta fuerza que los dedos le palidecieron.
Su voz salió firme, ardiente, defendiendo a Natália como a una hermana.
Del otro lado, solo se oyó una risa fría antes de que la línea se cortara.

El silencio que siguió fue espeso, casi irrespirable.
Solo pude abrazar a Natália, que temblaba sin poder hablar.
Shelma seguía quieta, con el teléfono en la mano, sabiendo que algo había sido encendido.

Le pregunté qué había hecho.
La respuesta llegó baja, pero decidida:
— Lo que debí hacer hace mucho tiempo.

Shelma se inclinó y tocó el hombro de Natália con ternura.
Le dijo, firme, que lo único importante era que ella estaba allí.
Y que nosotras también.

Natália apoyó la cabeza en mi hombro y susurró un “gracias” que dolía oír.
Shelma completó: — Nunca vas a tener que descubrir cómo sería sin nosotras.

> “Un pensamiento que todavía hoy me hiere: éramos así. Unidas. Sosteniéndonos cuando todo parecía caer.
No sabía que aquella sería una de las últimas veces.”

La tensión fue disolviéndose poco a poco. La rutina volvió a tirar de cada una hacia el mundo real.

Shelma recogió el cabello en un moño rápido y agarró su bolso.
Tenía una clienta difícil esperándola, y dijo riendo que, si no iba, habría chisme para todo el mes.
Reímos.

Mientras tanto, yo ordenaba unos papeles. También iba a salir — dejar currículos, intentar de nuevo.
Natália, aún conmovida, sonrió y dijo que no pasaba nada si hoy no salía todo bien. Mañana habría otro día.

> “Nos abrazamos rápido — el tiempo era corto, pero la promesa, larga.”

Cuando salieron, la casa quedó en silencio.
Natália se acurrucó en el sofá, abrazando un cojín. El celular, quieto.
Por un instante, pareció que la paz duraría.

Hasta que sonó el timbre.

El sonido atravesó la casa como un eco cortante.
Natália se quedó inmóvil.
El corazón le golpeaba el pecho tan fuerte que temió que se le escapara.

Se levantó despacio, los pies descalzos sobre el suelo frío.
Cada paso hacia la puerta pesaba una eternidad.
¿Quién podía ser a esa hora de la mañana?

El timbre sonó otra vez. Más largo. Más insistente.

Natália estiró la mano hacia el picaporte, pero dudó.
Espió por la mirilla… y empalideció.

Al otro lado de la puerta, el pasado la esperaba en carne y hueso.

Abrió.
Y allí estaba Dona Eunice.

Su rostro lucía más envejecido, pero los ojos… aquellos ojos seguían ardiendo con el mismo rencor.
El silencio entre ambas era tan denso que el aire pesaba.

Natália se mantuvo firme, aunque las manos le temblaban.
No hacían falta palabras — todo se decía en esas miradas.

El viento sopló, moviendo su cabello.
Por un segundo, pareció que algo podía cambiar.
Pero algunas heridas son demasiado profundas para volverse cicatriz.

De pronto, Eunice avanzó y empujó a Natália con fuerza, haciéndola retroceder dentro de la sala.
La puerta golpeó contra la pared, estremeciendo la casa.

Natália tropezó, casi cayendo, pero algo dentro de ella se negó a rendirse.
Se levantó temblorosa, el pecho agitado, mientras Eunice seguía acercándose, consumida por la ira.

Intentó alcanzarla otra vez, pero Natália reaccionó.
Le sujetó el brazo, forcejearon un instante, hasta que logró soltarse y retrocedió hacia la pared.
Allí encontró el botón de emergencia que había instalado semanas atrás, por precaución.

Lo presionó con fuerza.

Un alarma aguda rompió el silencio, llenando la casa con un sonido cortante que alcanzó la calle.
El eco pedía testigos.

Asustada por el ruido, Eunice retrocedió unos pasos.
El odio aún ardía en su rostro, pero ahora había algo más — miedo.
Permaneció inmóvil unos segundos, antes de darse vuelta lentamente hacia la puerta… y marcharse.




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