Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 8- Una nueva etapa

Disimulé mirando los zapatos, como si fueran lo más interesante del mundo. Era más fácil concentrarme en el cuero sintético que en la forma en que su mirada aún pesaba sobre mí.

El ambiente quedó suspendido por un instante. Ni silencio, ni conversación. Solo esa mezcla extraña de risa, vergüenza y algo que no quería —o no podía— nombrar.

Volví a sentarme, fingiendo normalidad, aunque el rostro todavía me ardía. El tacón se negaba a quedarse en mis dedos temblorosos, como si hasta él hubiera decidido sabotearme ese día.

Shelby seguía allí, callado, demasiado serio para lo que acababa de pasar —pero la comisura de sus labios delataba una sonrisa contenida. Y eso solo me ponía más nerviosa.

Natália, por otro lado, parecía disfrutar cada segundo. Apoyada en un perchero, cruzó los brazos y soltó una de esas provocaciones que solo ella sabía hacer. No necesitaba escuchar las palabras para saber que algo vergonzoso estaba por venir.

Levanté los ojos, indignada, pero ella no se detuvo. Y cuanto más me sonrojaba, más se divertía. Intenté protestar, pero lo único que salió fue una risa apagada, nerviosa. La verdad es que no podía luchar contra eso. Ni contra ella.

Shelby la miró brevemente, alzando una ceja, como si dijera: “¿En serio?”. Luego simplemente acomodó su chaqueta y volvió a meter las manos en los bolsillos, manteniendo distancia —física y emocional, quizás. Pero seguía observándome. Lo sabía.

Después de probarme más vestidos de los que podía contar —y tropezar con al menos dos pares de tacones en el proceso—, por fin terminamos las compras.
Natália, siempre eficiente, acomodó las bolsas en los brazos y me jaló hacia la salida.

Shelby venía justo detrás, silencioso, pero tan atento como siempre. Era curioso cómo no intentaba imponerse, y aun así nunca dejaba de estar presente.

Y fue entonces cuando ocurrió.

Un sonido largo e inconfundible retumbó en mitad de la acera: mi estómago.
Alto. Claro. Incontrolable.

Natália, por supuesto, estalló en carcajadas, como si aquello fuera el mejor momento del día.
Shelby dejó escapar una risa discreta —y por un segundo, aunque avergonzada, me descubrí sonriendo también.

Ya no había cómo disimularlo.
Tenía hambre.

Suspiré, resignada, preparándome para ser el blanco de bromas durante días.

Poco después, nos sentamos al aire libre, en una pequeña cafetería. Comimos. Risas tras risas… y sin darnos cuenta, ya caía la tarde.

El sol se despedía cuando llegamos a casa. Las bolsas se balanceaban en mis brazos y en los de Natália, mientras Shelby, con toda naturalidad, cargaba las más pesadas. Nadie dijo mucho en el camino —era un silencio cómodo, casi cómplice.

Al abrir la puerta, el aroma cálido de pan tostado y café fresco nos envolvió como un abrazo.
La luz amarillenta del lámpara suavizaba la sala, donde Shelma y Willian reían bajito, compartiendo una merienda simple, pero llena de significado.

Ella tenía el cabello recogido de cualquier manera, la bolsa de cosméticos tirada en un rincón.
Él, aún un poco reservado, pero visiblemente más relajado.
Había algo entre ellos —una conexión silenciosa, como si ambos hubieran encontrado un respiro seguro en medio del caos.

Nos quedamos unos segundos observando desde la puerta, hasta que finalmente nos unimos a ellos.

El ambiente ligero se expandió por toda la sala como un perfume.
Risas, olores de comida, bolsas tiradas por el suelo…
Por unos instantes, la casa pareció olvidar todo lo que había soportado.
Olvidar el dolor, el miedo, las cicatrices.

La noche cayó despacio, envolviendo todo en un silencio tibio.
Las bolsas quedaron apiladas en un rincón, como vestigios de nuestras pequeñas victorias —los tropiezos, las bromas, las miradas esquivas.
La mesa, aún con migas y vasos olvidados, parecía guardar el rastro de algo simple, pero real.

Vi a Shelma recoger algunos platos mientras Willian se levantaba a su lado. Shelby seguía allí, callado, como siempre. Ninguno de los dos hizo ruido —solo un gesto, un abrazo breve, una mirada que decía más que cualquier palabra.
Y entonces, la puerta se cerró.

Sus pasos se fueron alejando calle abajo, y cuando el sonido desapareció por completo, me di cuenta de cuánto había cambiado la casa.
Quedamos solo nosotras tres.
El silencio ya no era vacío.
Era descanso.
Como si, por un pequeño y milagroso instante, cada una de nosotras hubiera conseguido respirar un poco más profundo esa noche.

Treinta días ya habían pasado.

El día había llegado.

Desperté antes del despertador, con esa inquietud que no deja espacio ni para el sueño.
Arreglé mi cabello con más cuidado del habitual y me miré al espejo tantas veces que perdí la cuenta.
El uniforme me quedaba perfecto —como hecho a medida—, pero por dentro, apenas cabía en mí misma.
El corazón latía fuerte, como si quisiera anunciar al mundo entero que estaba nerviosa.

Cuando abrí la puerta para salir, me llevé un susto.

Shelby estaba allí, con la mano levantada, a punto de tocar.
Parecía dudoso, como si midiera su propia valentía.

Dijo que había pensado en acompañarme al trabajo.
Que quería asegurarse de que no fuera sola.

No sé qué me tocó más —el gesto en sí o la manera contenida en que lo ofreció.
Pero acepté. No tuve que pensarlo dos veces.
Su presencia, silenciosa, fue un alivio inesperado.

Caminamos hasta el coche.
El silencio entre nosotros era cómodo… hasta cierto punto.
Yo me movía demasiado, las manos, los brazos, los pies.
La ansiedad me devoraba por dentro.

Entonces sentí su mano tocar mi brazo.
Un gesto simple, pero firme.
Como si dijera: “Tranquila”.

Su voz llegó calma, casi en un susurro:

—Respira. Todo va a salir bien. Tienes más fuerza de la que imaginas.

Palabras cortas, pero que parecían abrir espacio en mi pecho.
Como si, por un segundo, todo fuera posible.
Solté una risa nerviosa y dejé que la esperanza se quedara conmigo, aunque fuera solo por ese instante.




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