…
Entré al coche entre risas y preguntas. Respondí lo básico, mostré la credencial, sonreí. Pero lo que más deseaba era silencio.
Shelby conducía en silencio. De vez en cuando, nuestras miradas se cruzaban por el retrovisor. Yo apartaba la vista.
Las chicas hablaban sin parar. Solo nosotros dos parecíamos atrapados en un silencio diferente.
Cuando llegamos, ellas bajaron primero. Antes de que yo saliera, él me miró. Bastó un segundo.
—“Mañana será más fácil, paso por ti otra vez” —dijo en voz baja.
Huí con una sonrisa y el corazón acelerado. Sabía lo que era, aunque nadie lo dijera en voz alta.
La casa estaba llena de voces: Natália en la cocina, Shelma al teléfono. Pero yo me quedé parada junto a la ventana, aún con el uniforme puesto, mirando la calle vacía donde el coche de Shelby ya se había ido.
Recordé el toque de su mano en mi brazo, un calor que todavía no se había ido de mi cuerpo. Suspiré.
Natália me llamó para cenar. Sonreí y fui, pero sabía que aquel día no terminaba ahí.
Porque en el silencio del corazón, algo nuevo comenzaba —secreto, solo mío y suyo.
A la mañana siguiente…
El sol nacía tímido, la brisa fresca rozando la piel. Natália corría por el barrio, auriculares en los oídos, concentrada en dejarlo todo atrás.
En una esquina, chocó fuerte contra un hombre. —“¡Perdón!” —dijo rápido, sin quitarse los auriculares, y siguió corriendo.
Él se quedó quieto, con los ojos fijos en ella, y una sonrisa que no prometía nada bueno.
El mismo hombre del resort. La misma mirada obsesiva.
Natália regresó a casa, aún jadeante, el sudor corriendo por su frente. Cerró la puerta con cuidado, dejó los auriculares sobre la mesa y fue directo a la cocina por agua. Bebió rápido, como si intentara borrar el cansancio junto con la sed.
Afuera, el hombre que la había rozado durante la carrera observaba la casa desde lejos. No se acercaba, pero su mirada recorría cada detalle: la reja, las ventanas, el camino que Natália había seguido hasta entrar.
Dentro, Natália ya se recomponía. Se recogió el cabello, acomodó el top deportivo frente a la cámara del celular y presionó el botón de grabar.
—“¡Hola, chicos! Acabo de volver de correr y voy a enseñarles algunos estiramientos simples…”
La voz animada, la sonrisa convincente. Se movía con gracia, respiraba con control, como quien intenta distraer a sus propios fantasmas detrás de la rutina que ama.
Al terminar el video, dejó el celular sobre la mesa con un suspiro. Solo entonces se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que abría Instagram solo para mirar el feed, leer mensajes o responder comentarios con calma.
Natália tomó el teléfono y se dejó caer en el sofá, todavía sonriendo. Sentada con las piernas cruzadas, acomodó el cojín y empezó a deslizar el dedo por la pantalla, más ligera que en mucho tiempo.
Dio “me gusta” a publicaciones, respondió comentarios antiguos, rió con videos al azar. Todo era distracción… hasta que, sin darse cuenta, cayó en las fotos del resort.
Selfies con Kataleya y Shelma, risas en la piscina, cenas elegantes. Recuerdos dulces, hasta que el malestar volvió.
En el fondo de varias fotos —a veces de pie, a veces sentado, otras solo reflejado en los cristales— siempre el mismo hombre. Parecía persecución.
El corazón de Natália se aceleró. Se levantó de un salto, dejando el celular caer al suelo con un golpe seco. Tapó su boca con la mano, conteniendo el susto.
Quedó inmóvil unos segundos. Luego murmuró para sí misma:
—“No… solo es cosa de mi cabeza.”
Se sentó de nuevo, forzando una sonrisa.
Hablando un poco de Willian y Shelma. Hacía tiempo que Willian viajaba de ciudad en ciudad por trabajo, pero había vuelto.
Lo vi por la ventana cuando su coche se detuvo. Apenas apagó el motor, salió apresurado, con los ojos brillando de una manera que solo se ve cuando alguien de verdad hace falta.
Shelma estaba afuera esperándolo. Cuando él la abrazó, fue como si el tiempo diera una tregua. La levantó del suelo y ella rió —esa risa leve que solo ella tiene. Por un momento, todo parecía estar bien en su mundo.
Me quedé mirando, en silencio.
No era celos, ni tristeza. Era solo… la constatación de que hay cosas que aún no he vivido. Una clase de presencia que no sé si alguna vez he sentido.
Ellos se fueron, y el silencio volvió. Me levanté despacio, intentando no pensar demasiado. Pero es difícil cuando lo que deseas es justamente lo que te falta.
Eran así antes del caos. Un amor bonito, ligero. Era imposible no sonreír al verlos juntos. Pero el amor… ah, el amor. A veces nos completa de un modo tan profundo que nos hace creer que nada puede salir mal. Y ahí está el peligro. Porque el mismo amor que une, también puede separar. Y cuando separa, deja un vacío difícil de llenar.
Al día siguiente, fui al trabajo como siempre. El día había sido largo en el hotel. Bajaba las escaleras, la bolsa colgando del hombro, los tacones marcando mis pasos. Todo parecía normal, hasta que, en el último tramo, escuché un chasquido seco. La suela del tacón se partió en dos y, antes de poder reaccionar, mi tobillo se torció con fuerza.
Un grito se me escapó; el dolor intenso me derribó de lado y me apoyé en la barandilla, intentando controlar el gesto de mi rostro. Un compañero que pasaba corrió hacia mí, sujetándome por la cintura para evitar que cayera. El tobillo ya empezaba a hincharse.
Entonces lo vi: Shelby. En un instante, detuvo el coche y salió corriendo. Su presencia dominó el lugar, con un brillo de celos silencioso en la mirada.
Apartó la mano de mi compañero con firmeza, me atrajo hacia él como si yo fuera el centro de todo. Sentí su brazo bajo mi cuerpo, levantándome con cuidado, pero con la fuerza suficiente para dejar claro que, en ese momento, yo era solo suya.
Me enamoré.
Al llegar a casa, Shelby me llevaba en brazos, el rostro serio, mientras mi cuerpo se sentía ligero contra su pecho. El tobillo vendado mostraba la gravedad del accidente. Apenas cruzamos la puerta, Natália y Shelma corrieron hacia mí, llenas de preocupación.
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Editado: 28.10.2025