Floté entre sueños y recuerdos. Todo parecía borroso, como si estuviera sumergida en agua tibia, incapaz de distinguir lo que era real de lo que solo era memoria.
Vi a las tres: a mí, a Natália y a Shelma, todavía niñas, riendo en la terraza del colegio. Teníamos demasiadas promesas, corazones limpios y una confianza que creíamos eterna. Luego, las imágenes cambiaron: el beso de ellos, el dolor, la carrera, el destello de los faros.
Y, de repente, una oscuridad total.
Mi cuerpo se sentía pesado, como si estuviera pegado al colchón. Un zumbido constante llenaba mis oídos. Mi respiración era débil, lenta... pero existía. Aún existía.
Con esfuerzo, abrí los ojos. La luz del techo parecía un sol distante. Parpadeaba.
Intenté girar el rostro, pero no pude.
Fue entonces cuando vi una silueta blanca acercarse. Un hombre alto, con una expresión serena, vestido con una bata médica. Sus ojos me observaron con atención, y luego… extendió la mano y acarició mi rostro con una delicadeza que no esperaba.
—“Estás a salvo ahora” —susurró, casi como si hablara consigo mismo—. “Todo va a estar bien…”
Quise preguntar quién era, pero las palabras no salieron. Sin embargo, su presencia calmó algo dentro de mí. Como si, por un breve instante, el mundo dejara de doler tanto.
Cerré los ojos de nuevo.
Y me hundí otra vez en ese sueño oscuro…
Pero esta vez, por primera vez desde el accidente, no había miedo.
Dormí profundamente.
Desperté con el sonido molesto de las máquinas pitando. Un dolor sordo atravesaba mi cuerpo, como si cada célula intentara recordarme que aún existo.
Luz blanca.
Olor a hospital.
Y una sensación de vacío tan grande que casi me tragué.
Intenté mover los dedos, pero mi cuerpo seguía rígido. Tenía la boca seca, la cabeza me latía. Escuché voces apagadas afuera. Una de ellas lloraba. ¿Natália?
Pestañeé con esfuerzo. Todo borroso. Y, por un segundo, deseé no haber vuelto. Porque volver era recordar. Y recordar… dolía más que cualquier herida.
Vi una figura acercarse. Una mano tocó la mía.
—“Kataleya… gracias a Dios…” —era la voz de Shelma. Pero había culpa en ella. En la forma en que sostenía mi mano. En la forma en que evitaba mirarme a los ojos.
Quise gritar. Quise preguntar por qué. Quise saber por qué lo hizo, cómo empezó, cuándo empezó. Pero lo único que logré fue una lágrima solitaria deslizándose por mi mejilla.
Después de esa lágrima, giré lentamente el rostro hacia ella. Retiré mi mano, aún débil pero decidida, y dije, con la voz entrecortada y baja:
—Vete.
Shelma tragó el llanto, pero no pudo contenerlo. Las lágrimas comenzaron a caer silenciosas mientras se ponía de pie. Con los ojos nublados, caminó hacia la puerta.
Al abrirla, se topó con Natália.
—¿Qué pasó? —preguntó Natália, asustada al ver el rostro de Shelma.
Shelma no respondió. Solo desvió la mirada y salió.
Natália, confundida, entró en la habitación. Cuando me vio despierta, corrió hacia mí.
—¡Kat! Gracias a Dios… —dijo tocando mi brazo con cuidado—. ¿Qué fue eso? ¿Por qué le pegaste a Shelby y saliste así del baile?
No respondí. Mis manos, aunque débiles, apretaron con fuerza la sábana. Mis ojos se llenaron de rabia, y todo mi cuerpo temblaba por dentro. No quería hablar de eso. No ahora.
Intentando cambiar de tema, pregunté:
—¿Qué pasó después del accidente?
Natália tiró de una silla y se sentó junto a la cama.
—Todos estaban desesperados —comenzó—. Shelby lloraba mucho, parecía en shock... como si se sintiera culpable. Shelma se quedó paralizada. Nadie sabía qué hacer. La ambulancia llegó rápido, te pusieron en la camilla, y cuando llegamos al hospital, un médico apareció de repente.
—¿Un médico?
—Sí… llevaba una bata, parecía nervioso. Ordenó que te llevaran directo a cirugía. Hablaba con tanta urgencia… como si te conociera de alguna parte.
Guardé silencio unos segundos. Mi corazón latía más fuerte. Intenté recordar, pero… todo seguía siendo un borrón.
—¿Lo conoces, Kat? —preguntó Natália.
Negué lentamente con la cabeza.
—No lo sé… no vi su rostro.
Y eso me asustaba aún más.
Shelby me visitó en el hospital días después. Entró en silencio, con el rostro abatido, los ojos cansados de tanto llorar. Llevaba un ramo de flores y un pedido de perdón atorado en la garganta.
—Kat… —murmuró, dando un paso hacia mí.
—Vete —respondí, mirando hacia la ventana.
Insistió, intentó hablar, intentó justificar. Pero todas las veces que volvió, mi respuesta fue siempre la misma:
—Vete.
Y se iba… siempre con la mirada rota y el corazón en las manos.
…
Los días pasaron, y mi cuerpo empezó a responder mejor al tratamiento. El dolor disminuyó, y la rutina del hospital se volvió un poco más soportable. Las enfermeras venían a verme seguido —siempre amables, cuidadosas, trayendo comida, cambiando vendajes, revisando mis signos vitales.
Una tarde, mientras una de ellas acomodaba la bandeja del almuerzo, no aguanté más la curiosidad que me acompañaba desde el día que desperté.
—Enfermera… —dije con la voz aún un poco ronca—. ¿Sabe quién fue el doctor que me operó?
Ella sonrió, con cierto orgullo en la mirada.
—Fue el doctor Anderson. Uno de los mejores cirujanos que ha pasado por aquí.
—¿Está de turno hoy? —pregunté, intentando disimular el interés que hervía dentro de mí.
La enfermera negó con la cabeza.
—No. Fue llamado para una cirugía de emergencia en Tailandia. Un caso grave, no podía rechazarlo.
—¿Sabe cuándo vuelve?
—En una semana, tal vez dos. Pero siempre regresa. Este hospital es como su casa.
Asentí en silencio.
“Doctor Anderson”, repetí mentalmente.
Luego le di las gracias.
Aún no lograba recordar su rostro, pero había algo en ese toque, en aquel gesto suave sobre mi piel antes de volver a desmayarme… algo que me inquietaba.
Como si nuestros caminos ya se hubieran cruzado antes…
aunque todavía no supiera cómo.
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Editado: 28.10.2025