Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 14- Mi primer amor

Aquella frase...
“Tápate los oídos, y el miedo se acaba.”
Congeló todo a mi alrededor.

Por un momento, mi cuerpo se paralizó.
Esa voz… esa voz
Llegó como un suspiro del pasado, arrancando memorias que yo creía enterradas.
Él decía eso siempre…
Siempre que mi padrastro empezaba a gritar… siempre que me abrazaba fuerte y me tapaba los oídos para que no escuchara los gritos de mi madre.

Me giré despacio, el corazón acelerado, y todo en mí lo supo, incluso antes de verlo.

—¿Anderson? ¿Anderson, eres tú?

Él sonrió. Y yo, sin pensarlo, me lancé a sus brazos. Lo abracé con una fuerza que ni siquiera sabía que tenía.
Era como si hubiese vuelto a ser aquella niña asustada que solo se sentía a salvo cuando estaba con él.

Después de un rato, nos sentamos en un pequeño restaurante cercano.
Nuestras manos aún temblaban. Su rostro… tan distinto, pero al mismo tiempo, tan familiar.
Tenía la misma mirada protectora.

Conversamos durante horas, recordando la infancia, las veces que nos escondíamos debajo de la mesa, las risas bajitas cuando todo por fin se calmaba.

—¿Fuiste tú quien me operó, verdad? —pregunté con la voz entrecortada.

Él asintió, algo tímido.

—Sí. Cuando supe que eras tú, corrí a la sala de cirugía. No iba a dejar que mi hermana se fuera así.

Las lágrimas regresaron, pero sonreí.

—Estás tan diferente… tan hombre… y, además, muy guapo —bromeé, intentando aliviar el ambiente.

Ambos reímos.
Le pregunté por Tailandia, y me contó sobre las cirugías, los desafíos, la soledad de vivir lejos.
Yo lo escuchaba como si intentara recuperar cada año que la vida nos había robado.

Guardé silencio unos segundos y entonces solté:

—La última imagen que tengo de ti… fue verte subiendo a ese coche a la fuerza, rumbo al internado. Lloré tanto, Anderson. Pensé que nunca más volvería a verte.

Él apretó mi mano con el mismo cariño de antes.

—Pero ahora he vuelto, Kataleya. Y esta vez, no pienso desaparecer.

Anderson me miraba con una sonrisa suave mientras hablábamos del pasado.
El tiempo no había borrado el recuerdo del hermano que me fue arrebatado tan pronto.
Verlo allí, frente a mí, me trajo una mezcla de consuelo y confusión.

—Y tú… —dijo él, tomando mi mano con cuidado— has cambiado tanto, y al mismo tiempo sigues siendo esa chica terca de siempre.

Sonreí con timidez.
Pero aquel momento se quebró cuando él añadió:

—Kataleya, tienes que contarme… ¿qué te pasó? Cuando te vi en esa camilla, entre la vida y la muerte, sentí que volvía a perderte.

Bajé la mirada.
Por un momento, el restaurante desapareció.
Las luces se apagaron en mi mente, y todo lo que vino fueron imágenes de traición, dolor, y esa pregunta que me perseguía: ¿por qué?

—No sé ni por dónde empezar… —murmuré—. No estoy lista para perdonar a nadie.

Él asintió en silencio.

—Entonces no perdones todavía —dijo con voz serena—. Pero no cargues con ese dolor sola. Estoy aquí ahora… y no me voy a ir.

Mis ojos se humedecieron.
Sus palabras golpearon fuerte.
“Estoy aquí ahora, y no me voy a ir.”
Fue como si alguien hubiera rebobinado la cinta de mi vida, llevándome de nuevo a aquel tiempo… antes de que todo se rompiera.

Era una tarde calurosa de verano.
Yo debía tener unos siete años, Anderson diez.
Jugábamos con una manguera en el patio de la vieja casa.

—Kat, ven acá —dijo, escondiéndose conmigo detrás del viejo gallinero cuando escuchamos los gritos dentro.
La voz de nuestro padre era como un trueno.
Ruidosa. Aterradora.

—¿Va a lastimar a mamá otra vez? —pregunté con los ojos llenos de lágrimas.

Anderson, sin pensarlo, tapó mis oídos con sus manitas llenas de barro y susurró, apoyando su frente en la mía:

—Tápate los oídos y el miedo se acaba. Nunca voy a dejar que nadie te haga daño, ¿sí?

Y yo le creí.
En ese instante, el mundo era de los dos.
Mi refugio. Mi hogar.

Volví a la realidad con los ojos nublados.
Anderson seguía sosteniendo mi mano con el mismo cuidado de antes.

Insistió en llevarme a casa.
El camino fue tranquilo. Él intentó aligerar el peso de la conversación con bromas tontas —de esas que solo los hermanos saben hacer—.
Me hizo reír.
Y, por unos instantes, olvidé el caos de mi vida.

Pero claro… la paz nunca duraba.

Cuando el coche se detuvo frente a mi casa, allí estaba él.
Shelby.
Apoyado en la pared, con la mirada perdida, como si llevara horas esperando.

Mi rostro cambió de expresión.

—¿Quién es? —preguntó Anderson, apagando el motor.

—Problemas —respondí seca, saliendo del coche.

Shelby dio dos pasos hacia nosotros, pero sus ojos se posaron en Anderson, que bajaba detrás de mí.
Vi el cambio inmediato en su expresión. Frunció el ceño, y aquel tono sarcástico que tanto odiaba volvió con fuerza.

—No tardaste mucho en encontrar consuelo, ¿eh, Kataleya? Y justo con el médico que te operó. Qué conveniente…

Me giré tan rápido que hasta Anderson se sobresaltó.

—¡Cállate, Shelby! —grité—. ¿Tú sabes lo que estás diciendo?

Él dio un paso atrás, pero no apartó la mirada.

—Solo digo lo que veo.

—¡Pues mira bien! —espeté—. ¡Él es mi hermano!
Y aunque no lo fuera, ¡ya no tienes ningún derecho sobre mí! ¡Ninguno!

Se quedó callado por un segundo, pero firme.
El orgullo herido pintado en su rostro.

—Ni siquiera entiendo qué sigues haciendo aquí —continué, la voz quebrada—. Para mí sería mejor si tú y Shelma desaparecieran de mi vida. Lejos. Muy lejos.

Shelby tragó saliva. Bajó la mirada un instante.
Pero yo ya le había dado la espalda.

Anderson me siguió y me tocó suavemente el hombro y murmuró:

—Tranquila, Kataleya. Relájate. Te veo mañana.




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