Era sábado. Por fin, mi día libre.
Desperté un poco más tarde de lo habitual, y Natália ya estaba en la cocina, preparando algo que olía maravillosamente bien.
—Hoy será especial —dije mientras tomaba un vaso de zumo—. He invitado al médico que me salvó a cenar. Quiero presentártelo.
Natália arqueó las cejas, sonriendo con curiosidad.
—Hmm… ¿hay algo ahí?
—Tranquila —reí—. Solo quiero que lo conozcas. Es alguien importante para mí… mucho más de lo que imaginas.
…
La noche llegó, y puntualmente sonó el timbre.
Abrí la puerta y ahí estaba él: Anderson.
Traje impecable, sonrisa amable y un ramo de flores en las manos.
—Estas son para ti —dijo, entregándome las flores—, y estas otras son para tu amiga.
Natália apareció detrás de mí, encantada por el gesto.
Él le entregó el ramo con delicadeza, y ella le agradeció con una sonrisa dulce.
—Natália, él es Anderson… mi hermano —dije con naturalidad.
Pero antes de que ella pudiera responder, él me interrumpió:
—Exhermano, por favor —dijo con una sonrisa leve—. Tienes que dejar de llamarme hermano. Desde que nuestros padres se separaron… tu madre y mi padre… dejamos de serlo oficialmente, al menos en los papeles.
Hubo un segundo de silencio.
Natália nos miró con una confusión amable, hasta que los tres reímos para romper el ambiente.
—Pero eso no cambia el cariño —añadí—. Él siempre fue parte de mi vida.
Y esa noche, a pesar de todo lo que había vivido en los últimos días, sentí que, tal vez, las cosas empezaban a ponerse en su lugar.
Natália volvió con el postre, y encontramos fuerzas para devolverle la ligereza a la cena.
Por un instante, todo parecía en paz.
Pero en el fondo, lo sabía: esa paz era solo el intervalo antes de la próxima tormenta.
La noche tuvo un sabor agridulce.
Ver a Anderson allí, riendo con Natália, jugando con la servilleta, haciendo bromas sobre el vino… se sentía tan natural, como si nunca nos hubieran separado.
Pero, por más que intentara mantenerme tranquila, mi corazón aún llevaba demasiadas cicatrices para relajarse del todo.
Cuando terminamos el postre y las risas se convirtieron en un silencio cómodo, me levanté y me acerqué a la ventana.
La noche estaba tranquila afuera, pero dentro de mí, todo era un torbellino.
Sentí a Anderson acercarse. No dijo nada, solo se quedó allí, a mi lado, mirando la misma oscuridad que yo.
Su presencia me reconfortaba, y al mismo tiempo, me recordaba cuánto había perdido.
Cuánto me habían arrancado sin previo aviso.
Y ahora, verlo allí, tan cerca… era hermoso y cruel a la vez.
Después de que se fue, abracé a Natália por detrás, agradecida por tenerla siempre a mi lado.
No dije nada.
Ella tampoco preguntó.
Nos quedamos así unos segundos, en silencio.
Esa noche dormí con el corazón lleno de recuerdos.
Y, en el fondo, con una sensación extraña… de que el pasado aún no había terminado conmigo.
Tal vez… apenas estaba empezando.
Desperté con la luz suave colándose entre las cortinas, calentando lentamente la habitación.
El cuerpo seguía cansado, pero era mi mente la que gritaba.
La noche me había traído recuerdos de la infancia: de Anderson, de los gritos de mi padre, de su voz protegiéndome, susurrando bajito “estoy aquí”.
Era como si el pasado golpeara a la puerta, pidiendo ser recordado.
Me levanté despacio, me puse el primer abrigo que encontré y bajé a la cocina.
Natália ya estaba allí, removiendo el café con esa calma que solo ella sabía tener.
Sus ojos me observaron por un segundo antes de preguntar, con voz suave:
—¿No dormiste bien, verdad?
Solo asentí, aceptando la taza caliente que me ofreció.
El aroma era acogedor, pero el nudo en el pecho seguía ahí.
Se apoyó en el mostrador, observándome con ternura.
—Anderson te trajo recuerdos, ¿no?
Sí, me los trajo.
Más que recuerdos… trajo una parte de mí que había enterrado.
Una parte que dolía demasiado recordar.
Después del café, subí al cuarto y me arrodillé frente al armario.
Saqué una caja antigua, escondida en el fondo, cubierta de polvo y olvido.
Dentro, estaban los restos de lo que un día fue todo:
fotografías descoloridas, dibujos torpes, notas escritas a prisa.
La infancia, guardada como un secreto.
Esparcí todo sobre el suelo.
Mis ojos recorrieron cada detalle como quien reencuentra una parte perdida del alma.
Esta vez no huí.
No lloré.
Solo sentí.
Y por primera vez en mucho tiempo, dejé que los recuerdos me atravesaran sin resistencia.
Tal vez, solo tal vez, ese era el primer paso para seguir adelante.
Volver al principio… para reconstruir lo que quedaba de mí.
Cerré la caja con cuidado, como quien sella algo que por fin ha encontrado paz.
La guardé de nuevo en su lugar, pero esta vez, ya no era un peso.
Era parte de mi historia.
Y estaba empezando a aceptarla.
El resto del día transcurrió tranquilo.
Natália y yo limpiamos la casa, pusimos música suave, y por primera vez en días, escuché mi propia risa resonar por los pasillos.
Era tímida, casi avergonzada, pero sincera.
Cuando llegó la noche, me arreglé con una simplicidad que reflejaba mi estado de ánimo.
No se trataba de impresionar, sino de estar presente.
Salimos a pasear, vimos películas, fuimos a un parque de diversiones como si fuéramos niñas.
Fue un día divertido y relajante.
Y allí me di cuenta:
a pesar de todo, aún tenía a alguien en quien apoyarme.
Y eso, en ese momento, era más que suficiente.
Esa noche, antes de dormir, miré por la ventana de mi habitación.
Las luces de la calle parecían menos amenazantes.
Las sombras… menos pesadas.
Tal vez los fantasmas nunca desaparezcan del todo.
Pero ahora sabía que no necesitaba enfrentarlos sola.
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Editado: 28.10.2025