Después de lo que pasó con Willian, volví a casa agotada, drenada emocionalmente. Intenté seguir con mi vida como si nada, pero todo se sentía pesado.
Natalia lo notó y me sugirió que tomara unos días libres del trabajo en el hotel.
Durante esa pausa, decidí visitar un lugar especial de mi pasado: la clínica Instituto Armonía Mental, donde mi madre estuvo un tiempo antes de morir.
Allí reencontré a muchas personas que cuidaron de ella con tanto cariño.
Esa visita me removió por dentro, despertando recuerdos de mi madre, del dolor… y también de la mujer en que me convertí después de todo aquello.
El lugar no había cambiado mucho.
El jardín seguía cuidado, con bancos de madera bajo los árboles, y el suave aroma de lavanda todavía flotaba en el aire.
No sabía exactamente qué me había llevado hasta allí. Tal vez la nostalgia. O simplemente la necesidad de paz.
Al llegar, me recibieron con amabilidad.
Pedí hablar con la doctora Vera, la psiquiatra que había tratado a mi madre.
No tardó en venir. Estaba más vieja, pero con la misma sonrisa serena de siempre.
—¿Kataleya? Has crecido mucho… y tienes los mismos ojos tristes de tu madre —dijo, abrazándome con ternura.
Fuimos a una sala reservada y, apenas nos sentamos, me derrumbé.
Le conté todo.
La traición. La culpa. Lo de Willian, Shelby, Shelma…
Las lágrimas me inundaron, sin poder contenerlas.
La doctora Vera no me interrumpió ni una vez. Solo me escuchó. Y eso bastó.
Salí de la clínica con la mente llena, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que estaba colocando las piezas en su lugar.
Entré al coche, respiré hondo y me quedé varios minutos mirando el cielo que ya comenzaba a teñirse de naranja.
De camino a la posada donde me hospedaba, decidí parar en un mirador en lo alto de la ciudad.
Era un lugar que mi madre solía visitar durante su recuperación. Siempre decía que allí lograba “escuchar sus propios pensamientos”.
Me senté sobre el capó del coche y cerré los ojos.
La brisa de la tarde acariciaba mi rostro como un abrazo silencioso.
Tomé el celular y encontré una foto antigua de mi madre.
Sonreía, en paz.
Yo también sonreí, aunque los ojos me ardían de lágrimas.
—Te extraño, mamá… mucho —susurré.
Me quedé allí más de una hora, en silencio.
Por primera vez, sin culpa.
Sin el peso de la tristeza en el pecho.
Solo yo y el sonido del viento.
Y eso ya era suficiente.
Cuando cayó la noche, regresé a la posada.
Tomé una ducha caliente, me acosté en la cama y dormí como hacía días no podía hacerlo.
Tal vez no era el fin de la tormenta, pero sí… el comienzo de la calma.
Desperté con el suave sonido del viento entrando por la ventana entreabierta.
La luz de la mañana llenaba el cuarto, acariciando mi piel con dulzura.
Por unos segundos, me permití quedarme así, con los ojos cerrados, sintiendo solo el silencio y la paz de aquel lugar lejos de todo.
Hasta que escuché tres golpes en la puerta.
—¿Quién será tan temprano? —murmuré, aún medio dormida.
Me levanté, me puse una bata sobre el camisón y abrí la puerta.
Allí estaba él. Anderson.
Con unos vaqueros oscuros y una camisa blanca sencilla, ese mirar sereno de siempre… y un vaso de café en la mano.
—Traje refuerzos —dijo, extendiéndome el vaso con una media sonrisa.
Sonreí, sorprendida.
—¿Anderson? ¿Qué haces aquí?
—¿De verdad creíste que iba a dejar sola a mi hermana después de todo? —respondió entrando con naturalidad—.
Natalia me contó lo mucho que este lugar te afecta.
Guardé silencio un momento, sosteniendo el café y mirándolo.
Él parecía entender incluso lo que yo no decía.
—Solo quería asegurarme de que estás bien. Y… —hizo una pausa— pensé que quizá te gustaría compañía para el desayuno.
Ah, y claro, ¡vamos a dar un paseo!
—¿Un paseo? —pregunté curiosa, confundida—. ¿A dónde vamos?
Él se giró con una sonrisa divertida.
—Solo dime si quieres.
Asentí, animada.
—Me encantaría.
En esa mañana, entre pan caliente y charlas ligeras, entendí que a veces, lo que sana no son las respuestas… sino la compañía correcta.
Anderson me llevó a un lugar que parecía salido de un libro de sueños.
Un campo abierto, rodeado de montañas lejanas y árboles altos que danzaban con el viento.
En el centro, un lago tranquilo, tan espejado que parecía un pedazo de cielo caído sobre la tierra.
Las aguas reflejaban las nubes, los colores suaves de la mañana… y hasta nuestros pasos al acercarnos.
Nos sentamos bajo un árbol enorme, de esos antiguos que parecen guardar secretos de otros tiempos.
El susurro de las hojas contaba historias que solo el silencio sabía traducir.
Anderson abrió una pequeña cesta que había traído: frutas frescas, pan artesanal y jugo natural.
Simple. Pero allí, todo sabía diferente.
—Este lugar es mágico —susurré, mirando el horizonte.
Él sonrió y respondió:
—No es el lugar. Es la compañía.
Mi corazón se encogió.
No era amor romántico lo que sentía por él. Era algo más raro: seguridad, ternura… la certeza de poder ser quien soy sin miedo.
Allí, con los pies en la hierba, el sol acariciando mi rostro y el mundo deteniéndose por un instante, respiré hondo y pensé:
Esto es lo que mi alma necesitaba. Paz. Solo paz.
Después del picnic, caminamos lado a lado por la senda que rodeaba el lago.
No hablábamos mucho —ni hacía falta.
El silencio entre nosotros era cómodo, casi terapéutico.
A veces, Anderson señalaba alguna flor distinta o contaba una historia de su infancia, intentando sacarme una sonrisa. Y lo lograba.
Cuando el sol comenzó a caer, tiñendo todo de naranja y dorado, nos detuvimos en lo alto de una colina.
Desde allí se veía todo el campo, el lago reflejando la luz del atardecer y las sombras alargadas de los árboles.
Me senté en la hierba, abracé mis rodillas y suspiré.
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Editado: 28.10.2025