Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 20. Nadie es de piedra

Shelma dudó. Miró sus propias manos, respiró hondo… y respondió con voz baja:

— Sí.

Mi estómago dio un vuelco. Me quedé paralizada por un segundo, intentando digerirlo.

— ¿Entonces esto qué es? ¿Estás con él, pero quieres que te perdone? — solté, con la rabia contenida.

— No quería que fuera así — murmuró. — Pero yo… todavía lo quiero.

— Entonces asume lo que elegiste, Shelma — me levanté de la silla, indignada. — Pero no esperes que les sonría a los dos como si nada hubiera pasado. Yo no estoy hecha de piedra.

Ella intentó decir algo, pero ya me había puesto de pie para irme.

— No me busques más — dije, firme, antes de salir. — El tiempo puede curar, pero no borra las traiciones que siguen vivas.

Estaba dolida, no enfadada. La rabia es momentánea, tiene fecha de caducidad.
Pero el dolor… el dolor puede durar meses, años, o quizá toda la vida.

Al salir del café, con el corazón aún acelerado, respiré profundo, intentando tragar la amargura de aquella conversación.
Pero el universo, como si quisiera ponerme a prueba, me tenía preparado otro golpe en el estómago.

Al otro lado de la calle, junto a un coche, estaba Shelby. Parecía esperar a alguien… y me bastó un segundo para entender: estaba allí por ella, por Shelma.

Cuando me vio, se enderezó y dio dos pasos hacia mí, como si quisiera decir algo. Tal vez una explicación, quizá una excusa cualquiera.

Pero no le di tiempo.

Vete al infierno, Shelby — solté, fría, firme, cortando cualquier intento de acercamiento.

Me giré y crucé la calle a toda prisa. Mis pasos eran duros, el pecho apretado.
Entonces miré por encima del hombro… y lo vi.

Allí estaban los dos.
Él y Shelma.
Abrazados. Como si nada hubiera pasado. Como si yo no fuera nadie.

Cerré los ojos por un segundo, tragando el dolor. Siempre me hago la fuerte, siempre finjo que nada me afecta, que ya lo superé.
Pero la verdad… ver aquella escena me rompió por dentro.

En el fondo, todavía lo quería. Todavía dolía.

En ese instante me invadió una sensación asfixiante. El estómago se me revolvió, los ojos ardieron, y mi corazón… solo quería dejar de sentir.

Por fuera me mantenía en pie.
Pero por dentro…
Por dentro estaba hecha pedazos.

Lo peor de todo era admitir que… todavía lo amaba.
Incluso después de todo.
Incluso sabiendo que ya no era mío.

Y lo más cruel era no entender en qué fallé.
¿Qué hice tan mal para merecer ver al hombre que amo abrazando a la mujer con quien compartí mis momentos más felices, mis tristezas… y hasta mis sentimientos por él?
¡Tanta falsedad!

Llegué a casa con el corazón destrozado. La puerta se cerró detrás de mí con un golpe seco, y vi a Natália sentada en el sofá, mirándome con esa expresión de quien quiere preguntar, pero no sabe cómo.
No le dije nada. Ni siquiera un “hola”.

Simplemente caminé directo hacia mi habitación.

Apenas entré, cerré la puerta y me dejé caer sobre la cama, sin importarme nada. Las lágrimas vinieron solas, sin que pudiera detenerlas. Mojaron la almohada, resbalaron por mi rostro y empaparon mi pecho.

Lloré por todo.

Por el amor que perdí.
Por la traición.
Por el dolor que finjo no sentir.
Por la fuerza que finjo tener.

En aquel cuarto silencioso, solo quedaba yo… y el sonido ahogado de mis propios sollozos.

Sin darme cuenta, ya era de noche.

Anderson vino a buscarme, pero le pedí a Natália que dijera que no estaba en casa.
En el fondo, sabía que él intuía que me escondía.
No sabía qué hacer.
Vivía demasiadas cosas al mismo tiempo.

¿Cuándo terminaría todo?
¿Qué podía hacer?

Recé.
Pedí orientación a Dios.
No era algo que solía hacer, no sabía por dónde empezar.
Pero empecé…

Me encerré en el cuarto por dos días.

Al tercer día, decidí levantarme. Me preparé. De nada servía quedarme allí encerrada; eso no resuelve nada, no cura nada.
Tenía que enfrentar, al menos, una de las cosas que me dolían.
Ya había entendido que deprimirme no cambiaría nada.
Necesitaba superar.

Llamé a Anderson.

Decidí salir con él.

Sentados en un banco de madera, bajo la sombra de un árbol, el clima era suave, y el sonido leve de las hojas acompañaba la conversación que debía tener lugar.

Kataleya cruzó las piernas, pensativa, antes de mirar a Anderson con una sonrisa tímida.

— “Sobre aquel beso…” — comenzó, acomodando un mechón de cabello detrás de la oreja — “no fue malo. Sería mentira decir eso.”

Anderson sonrió apenas, pero guardó silencio, esperando que ella continuara.

— “Lo realmente malo sería ilusionarte. Todavía estoy herida, Anderson. Shelby… todavía está en mí.
Sabes que nuestra relación terminó no porque yo quisiera, sino porque se acabó de una forma que no esperaba. Uno de los dos falló. Y todo quedó ahí, sin resolver.”

Hizo una pausa, respiró hondo y concluyó:

— “No puedo empezar una relación ahora. Aún te veo como un hermano. Y no quiero perder eso.”

Anderson la miró con ternura, sin rastro de reproche.

— “Si todavía me ves como un hermano… está bien.
Pero haré todo lo posible para que algún día me veas como tu futuro marido.”

Kataleya abrió la boca para responder, tal vez para rechazarlo con suavidad, pero él no le dio tiempo.
Se acercó despacio y la abrazó con firmeza, con calma, con protección.

Ella no resistió. Solo cerró los ojos y, por un instante, se permitió sentir.

"A veces, nos aferramos tanto al dolor que olvidamos dejar espacio para cualquier otro sentimiento.
La verdad es que muchos de nosotros no permitimos que alguien nuevo entre, no porque no haya personas buenas, sino porque seguimos atados a quien nos hirió o a quien nunca nos correspondió".

" Es como si, inconscientemente, esperáramos que quien nos lastimó regresara para arreglar lo que rompió.Como si solo esa persona tuviera la llave para reparar lo que quedó hecho pedazos".




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