Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 21- Cuando todo parecía estar bien

Habían pasado dos meses desde todo aquello.
Y, de algún modo, una parte de mí ya estaba superando a Shelby. No era una herida completamente curada, pero dolía menos. La rabia dio paso a la aceptación. Lo que antes era un grito, se volvió silencio.
Y lo que fue amor, ahora era solo un recuerdo.

Willian estaba mucho mejor. Después de todo lo que vivió, parecía haber encontrado cierto equilibrio. A veces hablábamos, reía más. Eso ya era una buena señal.

Natália, por otro lado, vivía su mejor momento.
Sus videos explotaron en las redes y, en poco tiempo, empezaron a contactarla marcas famosas: ropa deportiva, zapatillas, incluso suplementos.
La fama tocó a su puerta de forma avasalladora.
A veces la extrañaba, extrañaba nuestras largas conversaciones. Ahora casi no paraba en casa. Pero lo entendía.
El éxito tiene prisa.

Shelby y Shelma habían viajado a España.
Por las redes sociales, parecían muy felices.
Publicaban fotos sonrientes en calles históricas, en cafés elegantes, en atardeceres junto al mar.
El tipo de vida que alguna vez pensé que viviría… pero no fue conmigo.

De vez en cuando me encontraba con alguna de esas imágenes.
Aparecían en mi feed como quien toca una herida que aún no ha cerrado.
A veces era una foto de sus manos entrelazadas, otras, de ellos riendo y abrazados en cualquier plaza.
Al principio, me torturaba mirándolas.
Casi como una forma inconsciente de probarme a mí misma que ellos habían seguido adelante… y que yo también debía hacerlo.

Pero entendí que no necesitaba eso.
Para que mi mente encontrara verdadera paz, decidí no seguir mirando.
Tal vez estaba siendo cobarde.
Tal vez, como muchos dirían, lo correcto sería enfrentar el problema de frente, mirar, aceptar, seguir.
Pero yo elegí huir.

Huir de las imágenes.
Huir de la comparación.
Huir del dolor innecesario.

A veces, huir es la única manera de mantenerse en pie.

Volví a mi rutina de trabajo.
Los días empezaron a parecer normales otra vez.
Las cosas no eran como antes, pero estaban en su lugar.

Anderson comenzó a formar parte de mi vida más de lo que imaginaba.
Nos veíamos con frecuencia. Siempre aparecía con alguna invitación: un paseo simple, una vuelta junto al mar, un helado al final del día.
Y yo… casi nunca podía decir que no.

En una de esas semanas, Willian nos invitó —a mí y a Anderson— a cenar con él y sus padres.
Fue un momento agradable, lleno de risas, historias antiguas y buena comida.
De esas cenas que uno quisiera guardar en una cajita.
No por la comida, sino por la compañía.

Cuando terminó la cena, Anderson y yo decidimos caminar un poco.
La noche estaba fresca, y la ciudad parecía dormida.
En medio de la conversación, recordé a su padre.

—¿Y tu papá, Anderson? ¿Cómo está?

Él suspiró, mirando hacia adelante, como si buscara una respuesta que tampoco tenía muy clara.

—Hace tiempo que no lo veo. Sé que está bien... ahora tiene otra familia.
Tengo una hermana que ya debe tener unos quince años —dijo con una sonrisa contenida—.
Del resto… ya no sé mucho.

No quise insistir. Solo asentí con la cabeza y seguimos caminando en silencio.
Era extraño, pero ese silencio entre nosotros nunca era incómodo.
Él sabía respetar los límites.
Y yo estaba aprendiendo a manejar los míos.

Seguimos caminando y cambiamos de tema.
El día terminó, y cada uno siguió su camino.

“A veces, los momentos buenos parecen durar para siempre…
hasta que la vida, de la forma más inesperada, pasa la página y nos arrastra de nuevo a capítulos que jurábamos haber superado.”

Aquel día, mi turno en la recepción estaba tranquilo —demasiado tranquilo.
Pero al revisar los registros de los huéspedes, noté algunos datos que no coincidían: nombres cambiados, documentos ausentes, y reservas duplicadas en dos habitaciones distintas.
Decidí salir de la recepción para buscar a mi compañero encargado de los registros.

Caminé por los pasillos del hotel, pasando por los pisos de las habitaciones ejecutivas.
Fue entonces cuando escuché voces al fondo.
No, no eran voces… eran gritos.

Aceleré el paso, curiosa y, al mismo tiempo, inquieta.
Al girar el pasillo, vi a un hombre de espaldas.
Su porte era robusto, parecía tener unos cincuenta años.
Frente a él, una adolescente —delgada, no debía tener más de quince.

Hablaba con furia, su voz cargada de amenaza.
La chica apenas podía responder; bajaba la cabeza, como quien ya espera lo peor.
Entonces, sin que pudiera reaccionar, él levantó la mano y le dio una bofetada.
Un sonido seco resonó en el pasillo.

Me llevé la mano a la boca, instintivamente, intentando contener el impacto.
Lo único que alcancé a oír fue su voz grave diciendo:
—“Si vuelves a traerme problemas, te mando a otro país. Y no volverás a ver a tus amigas.”

El shock me paralizó por unos segundos.
La muchacha se llevó la mano al rostro, sin llorar, sin moverse —como si ya estuviera acostumbrada a ese tipo de violencia.
Mi corazón se aceleró.

Cuando el hombre terminó de gritar, lanzó una última mirada amenazante y se marchó por el pasillo, con pasos firmes y pesados, como si quisiera dejar el miedo atrás con el eco de sus zapatos.

La niña se quedó allí, inmóvil.
Me acerqué con cautela, sintiendo el corazón golpearme el pecho.

—¿Estás bien? —pregunté en voz baja, temiendo asustarla aún más.

Ella no respondió.
Solo me miró de reojo, con los ojos húmedos, pero sin lágrimas.
Sus brazos estaban pegados al cuerpo, y el flequillo le cubría parte del rostro.
Era rubia, de piel muy clara, delgada… tal vez tenía quince años, como había pensado.

Insistí con delicadeza:

—Si necesitas ayuda, puedo…

Antes de que terminara la frase, dio un paso atrás y caminó rápido hacia su habitación, cerrando la puerta con cuidado, como si tuviera miedo incluso de hacer ruido.




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