Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 22- "Él volvió"

Cuando lo vi, todo dentro de mí se detuvo.

El tiempo pareció congelarse. Mis ojos se fijaron en aquel rostro y, aunque mi mente intentaba negar lo que veía, mi cuerpo reaccionó antes de que cualquier pensamiento pudiera rescatarme.

Un escalofrío recorrió mi espalda, como si me hubieran sumergido en agua helada. Mis piernas temblaron. Mi pecho se apretó de un modo tan sofocante que respirar se volvió un desafío.
Intentaba mantener el control, fingir que era solo otro cliente más... otra pareja cualquiera... otro momento cualquiera. Pero no lo era.

Mis ojos ardían, aunque no por lágrimas — era como si mi cuerpo gritara en silencio por dentro.
Intenté darme la vuelta, fingir que no lo había visto, pero ya era tarde.
Aquel rostro que creí que jamás volvería a ver... estaba allí.
Vivo. Real. Tan cerca.

Mi vista comenzó a nublarse. El sonido a mi alrededor se volvió distante, amortiguado, como si estuviera bajo el agua.
Sentí mi corazón golpear en descompás, mis manos temblando.
Intenté decir algo, llamar a mi compañero, pero ninguna palabra salió.
Todo lo que pude hacer fue mirar a mi alrededor, buscando aferrarme a algo que me mantuviera en pie.
Pero la fuerza me faltó. Todo giró.

Me desmayé.

Todo parecía oscuro.
No sabía si estaba soñando o hundiéndome en recuerdos que durante años intenté borrar.
Pero entonces… allí estaba yo, con quince años.
Sentada en un rincón de la sala, escuchando los gritos.
El sonido seco de su mano golpeando a mi madre.
Los llantos.
Las súplicas.
Y el miedo — ese miedo que me paralizaba.

Miedo de cada puerta cerrada, de cada silencio pesado después de los gritos.
Y cada vez que ella lloraba sola en su habitación, yo me prometía que algún día la sacaría de allí.

Pasaron los años, hasta que ella ya no soportó más.
Un día, con los ojos hundidos y el alma rota, mi madre decidió marcharse.
Nos fuimos a un pequeño apartamento prestado por una amiga, con nada más que dos maletas y un poco de esperanza.

Pero días después, cuando volvió a la antigua casa solo para recoger lo que quedaba de sus cosas, lo vio a él con otra mujer en la sala.
Como si nada hubiera pasado.
Como si todos esos años con ella hubieran sido apenas un intervalo.

Eso terminó de destruirla.
Por más que intentara esconderlo, yo sabía que, en el fondo, aún lo amaba.
Y fue eso lo que la destruyó.
El dolor fue más profundo que cualquier golpe.
Llegó la depresión — fuerte, cruel, silenciosa.

A los dieciocho años empecé a trabajar.
Me dividía entre estudios, turnos largos y noches sin dormir, solo para poder internarla en una clínica especializada.
Quería verla sonreír otra vez.
Quería que volviera a ser mi madre.

Pero… una noche simplemente no despertó.

Desde entonces, he vivido por mí, conmigo, con los fantasmas de lo que quedó.
Crecí sola, aprendí a sostenerme, a levantarme con heridas aún abiertas.

Y ahora… él allí, en el mismo lugar que yo, como si nada hubiera pasado.

Abrí los ojos lentamente, sintiendo un peso extraño en la cabeza.
El techo blanco de la enfermería fue lo primero que vi, y por un instante, no supe dónde estaba.
Todo parecía borroso. Respiré hondo, intentando ordenar mis pensamientos.

La puerta se abrió con cuidado.
Una enfermera entró y sonrió al verme despierta.
— Qué bueno que despertaste, Kataleya. Te desmayaste hace poco, pero ya estás bien. Avisamos a tu jefa.

Me incorporé despacio, aún un poco mareada.
— Estoy bien — murmuré, intentando parecer firme. — Necesito volver a la recepción. Todavía es mi turno.

La enfermera negó con la cabeza, comprensiva pero firme:
— No tan rápido. Descansa un poco.

Minutos después, apareció la jefa de recepción. Siempre elegante, con la postura firme de quien tiene todo bajo control.
Se acercó a la cama, evaluándome con la mirada.
— Kataleya, necesitas descansar. No te preocupes, ya pedí a alguien que cubra tu puesto. Voy a llamar a un chofer para que te lleve a casa. Hoy tendrás el día libre.

Intenté protestar, pero levantó una mano.
Obedecí y me recosté.

Algunos segundos después, la puerta se abrió de golpe.
Natália apareció con el rostro marcado por la preocupación. Caminaba rápido, y sus ojos me buscaron con desesperación, como si necesitara confirmar que yo estaba realmente allí.
Corrió hasta mi cama y tomó mi mano con fuerza, como si así pudiera evitar que desapareciera de repente.

— Salí del entrenamiento y vi el mensaje del hotel… — dijo, casi sin aliento. — Pensé que era algo leve, pero me dijeron que te desmayaste… me asustaste, Ká.

Intenté sonreír, pero era una de esas sonrisas que solo disfrazan, no alivian.
— Solo fue un susto, Naty… mi cuerpo cedió… demasiadas memorias en un solo instante.

Ella frunció el ceño.
— ¿Memorias?

Asentí, tragando el nudo que subía por mi garganta.
— Era él… mi padre.

Vi cómo su expresión cambió.
Un silencio denso cayó entre nosotras.
No dijo nada más. Solo me abrazó con fuerza, como si quisiera remendar cada pedazo roto de mí con el calor de sus brazos.

En ese instante supe… que, incluso entre tantas pérdidas, aún existían presencias que me mantenían en pie.

Salimos del hotel al final de la tarde.
Natália insistió en que necesitaba respirar otro aire, ver otras cosas, y aunque mi cuerpo seguía cansado, acepté.
Caminábamos lado a lado; ella hablaba sobre nuevas colaboraciones y una posible gira, mientras yo intentaba mantener la mente lejos del torbellino que me rodeaba.

Fue entonces cuando, al doblar la esquina, lo vi.

Mi padre… elegante, de porte firme.
Cabello gris perfectamente peinado, gafas oscuras y un reloj caro en la muñeca.
Caminaba solo, distraído, hasta que sus ojos se cruzaron con los míos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.