—No vas a volver a ponerle un dedo encima —dijo él, con los puños cerrados—. Ni a ella, ni a nadie. Se acabó. El tiempo del miedo terminó.
El padre bufó, como si quisiera responder, pero Anderson levantó la mano.
—Ni intentes justificarte. Yo lo vi. Todos lo vieron. El mundo ya no es el mismo. Y yo tampoco lo soy.
Por un instante, el padre pareció encogerse. Tal vez entendiendo que había perdido algo que nunca supo cuidar: el respeto de su propio hijo.
Entonces Anderson se giró, pasó el brazo por los hombros de su hermana y la condujo hasta Kataleya. Los tres caminaron juntos hacia la salida del vestíbulo.
Y detrás de ellos, los murmullos crecían, las miradas los seguían. Pero ellos no miraron atrás.
Esa noche marcó el fin de una historia silenciosa de dolor.
Pero también el inicio de algo nuevo.
El padre de Anderson se quedó inmóvil, con el rostro abatido, observando la escena sin reaccionar. Ya no tenía autoridad, ni control. Solo la sombra de quien alguna vez fue temido.
Tomé firmemente las maletas de Lukela y caminé con ellas hasta el coche, sin decir una palabra. Anderson vino enseguida con su hermana. Ella parecía frágil, asustada, como yo fui alguna vez. Y tal vez por eso, no pude dejarla sola.
Antes de partir, le pedí a Anderson que me esperara. Aún tenía que cerrar unos documentos en el hotel y cambiarme. Mi turno había terminado.
Cuando regresé, vi a aquel hombre mirándome desde el otro lado del vestíbulo, sentado, como si me esperara.
Pero desvié la mirada y salí apresurada.
Más tarde, ya en el apartamento de Anderson, Lukela fue acomodada con todo el cuidado. El ambiente era sencillo, pero seguro… y por primera vez en días, ella se relajó.
Me quedé allí un rato, observándola. Pensando en todo. En cómo el dolor nos moldea… a veces hacia lo malo, a veces hacia lo bueno.
Cuando salí de la habitación, encontré a Anderson en la cocina. El aroma que venía de allí era irresistible; estaba preparando algo especial.
Me senté a la mesa mientras él daba los toques finales al plato y, cuando servimos, por unos minutos solo existió el silencio cálido de una comida sencilla y reconfortante.
Después de algunas cucharadas, respiré hondo y lo miré.
—¿Y si tu padre vuelve… y quiere llevarse a Lukela? Al fin y al cabo, sigue siendo su padre, Anderson.
Él dejó los cubiertos con calma, me miró con esa expresión firme y serena que siempre me desarma, y respondió sin titubear:
—No lo permitiré. Podrá ser su padre, pero yo soy el hermano mayor, Kataleya. Tengo la edad y la estabilidad suficientes para cuidarla. Ella no volverá con ese hombre, al menos no hasta que cambie.
Sus palabras me tocaron de un modo profundo. Era más que protección… era amor y reparación.
Y en ese instante supe que Lukela, por fin, tenía a alguien que lucharía por ella hasta el final.
Después de la conversación seria sobre su padre, el ambiente en la mesa cambió. Anderson me miró de una forma que hizo que mi corazón latiera más rápido.
Sus ojos eran más suaves, casi confesando algo que no necesitaba ser dicho.
Tocó suavemente mi mano sobre la mesa. Bajé la mirada, sintiendo cómo el calor subía a mi rostro.
Cuando intenté retirar la mano, rocé el vaso; éste se volcó y cayó al suelo, estallando con un sonido que llenó todo el apartamento.
Nos levantamos casi al mismo tiempo, pero él fue más rápido.
Sujeto mi mano con firmeza antes de que tocara los fragmentos. Nuestros ojos se encontraron —y por unos segundos el mundo pareció detenerse. El tiempo se desaceleró, los sonidos desaparecieron, y había algo allí… una confesión silenciosa, un beso casi inevitable.
Pero antes de que algo sucediera, Lukela bajó las escaleras, asustada, preguntando qué había pasado.
Nos separamos al instante, como si el encanto se hubiera roto.
Me sentí avergonzada, el rostro encendido. Anderson respondió con calma que todo estaba bien, que podía volver a dormir.
Ella obedeció y regresó a su cuarto. Yo respiré hondo, incapaz de mirarlo, y murmuré que ya era tarde, que debía irme.
Él se ofreció a llevarme, pero rechacé, diciendo que llamaría un taxi, y que además él debía cuidar de Lukela.
Tomé mis cosas y salí deprisa, como si huyera de mí misma.
Ya afuera, oí su voz llamando:
—¡Espera!...
Pero yo ya había cerrado la puerta.
Al llegar a casa, la cerré con las manos temblorosas y me apoyé contra ella.
El corazón aún me latía acelerado, como si el toque de las manos de Anderson siguiera ardiendo en mi piel.
Suspiré profundamente, intentando ordenar los pensamientos, y ni siquiera oí el sonido de las llaves cuando, de repente, la puerta me empujó con fuerza. Perdí el equilibrio y caí al suelo con un gemido de sorpresa.
—¿Pero qué…? —murmuré, medio aturdida.
Natália entró confundida, moviendo las llaves, pero se detuvo al verme desparramada en el suelo.
—¡¿Kataleya?! ¿Estás loca? ¿Qué haces detrás de la puerta?
Cerré los ojos un segundo, apoyando la mano en el pecho, y murmuré con tono cansado:
—Hoy… ha sido un día lleno de golpes físicos y emocionales.
Natália abrió mucho los ojos, sin entender del todo, y me tendió la mano para ayudarme a levantar. Acepté, riendo un poco de la situación.
Caminé hasta el sofá, tiré el bolso sin cuidado y me hundí entre los cojines.
Natália se acomodó a mi lado.
—Ahora suéltalo todo. ¿Qué está pasando? —preguntó curiosa.
Giré el rostro hacia ella. Mis ojos aún estaban intensos, como si guardaran un huracán.
Y entonces, con voz más tranquila, empecé a contarle… todo.
…
“Nadie sale ileso de la violencia. No deja solo marcas en el cuerpo, sino también cicatrices profundas en el corazón. Lo cambia todo: la forma en que nos vemos, en que confiamos, en que caminamos por el mundo, en que tratamos a los demás. Por eso, si tenemos la oportunidad de tenderle la mano a alguien que sufre, que sea con una presencia verdadera, una escucha atenta y un apoyo sincero. Un gesto de acogida puede ser el hilo de esperanza que faltaba, el punto de giro que transforma el dolor en fuerza y en un nuevo comienzo.
A veces, todo lo que una persona necesita para reconstruirse es saber que no está sola.”