Toda la noche fue extraña, sin sueño, con una ansiedad detrás de otra.
“¿Qué pasará durante el día? ¿Qué haré?”
Esos eran mis pensamientos.
El día amaneció sin brillo, como si hasta el sol estuviera confundido… o quizá solo era yo.
En el trabajo, mis movimientos eran automáticos, cumpliendo tareas sin realmente estar presente.
Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente… en otro lugar completamente distinto.
Anderson.
El beso.
Las palabras.
El ultimátum.
La recepción estaba más tranquila de lo habitual, y quizá por eso mis pensamientos se extendieron, sumergidos en aquel torbellino.
Solo regresé al mundo real cuando una voz se repitió por segunda vez frente a mí.
—¿Señora Kataleya...?
Parpadeé, regresé a la realidad, pedí disculpas y seguí con la atención al cliente como si todo estuviera bien. Pero por dentro… nada lo estaba.
Mi turno terminó antes de lo normal aquel día. Agradecí en silencio.
Necesitaba calma, espacio, aire.
Fui directo a casa.
Al entrar, encontré a Natália tirada en el sofá, con una bolsa de papas fritas en la mano.
Apenas me vio, dejó el paquete y vino hacia mí.
—¿Y bien? ¿Vas a seguir callada?
Ya no dudé. Me senté con ella en el sofá y le conté todo — detalle por detalle.
El beso, las palabras de Anderson, la confusión dentro de mí.
Cuando terminé, la miré con un nudo en la garganta.
—¿Y ahora, Naty? ¿Qué hago?
Ella me miró con ternura, pero con firmeza en los ojos:
—Eso no puedo decírtelo yo, Kataleya.
La decisión final es solo tuya. Solo tú sabes lo que sientes, lo que quieres y lo que estás dispuesta a vivir.
Piensa con calma. Y decide con el corazón… pero también con la razón.
Guardé silencio, asimilando.
Era eso.
Todo estaba en mis manos.
Subí a mi habitación con el corazón apretado por las palabras de Natália.
Me dejé caer en la cama, miré el techo y suspiré.
Pensar con el corazón… y con la razón.
Difícil, cuando ninguno de los dos sabe realmente lo que quiere.
El celular vibró a mi lado. Lo tomé sin mucha expectativa… pero era él.
Anderson:
“Hoy, a las 19h. Sala de cine. Entrada pagada. Solo faltas tú.”
Me quedé inmóvil, leyendo y releyendo el mensaje como si fuera un código secreto.
Mi corazón se aceleró.
Mi mente se enredó.
—¡Dios, ayúdame! —murmuré, pasando las manos por el cabello.
Cerré los ojos y respiré hondo.
Quizás era el momento de dejarme llevar.
Me preparé y fui decidida.
Abracé a Natália antes de salir, sin pensar demasiado. Solo fui.
Llegué al cine unos minutos antes. Entregué el boleto al guardia y seguí hasta la sala indicada.
Cuando abrí la puerta, me sobresalté — la sala estaba completamente vacía.
Ningún sonido, ningún movimiento. Solo yo.
Dudé por un segundo, pero entré.
Me senté en la butaca del medio, mirando a mi alrededor, intentando entender.
Las luces se apagaron suavemente y la pantalla cobró vida.
Comenzaron a aparecer imágenes… mis imágenes.
De mí cuando niña, con las trencitas desordenadas, la sonrisa tímida.
Luego, fotos junto a Anderson… momentos que ni siquiera recordaba.
Y después, frases. Simples, pero con un peso dulce.
Fue realmente emocionante.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Pero antes de poder absorberlo todo, un chispazo fuerte, un destello en la pantalla… y una chispa.
El ruido ensordecedor de un cortocircuito me dejó sin aliento.
Las lágrimas ni siquiera alcanzaron a caer; me levanté instintivamente.
Todo quedó oscuro.
Solo tuve una reacción… correr.
Y en la oscuridad… choqué con alguien con fuerza.
Casi grité, pero antes de hacerlo, él tomó mis brazos y se acercó a mi oído, diciendo con voz baja, firme y serena:
—“Cubre tus oídos… y el miedo desaparece.”
Quedé paralizada.
Era él.
Era Anderson.
Mi corazón se detuvo un segundo.
El cuerpo, antes tenso, cedió en el instante en que reconocí su voz, su olor, su toque.
Me lancé a sus brazos, sin pensar, sin dudar.
Lo abracé con fuerza, como si ese gesto pudiera detener el mundo.
Y entonces… lloré.
No de miedo, sino de alivio, de emoción, de todo lo que había estado guardando.
Él no dijo mucho.
Solo me envolvió con los brazos y acarició mi cabello con calma, murmurando:
—Shhh… ya pasó. Todo está bien ahora… estoy aquí.
Era justo lo que necesitaba oír.
A veces, la presencia de alguien dice más que cualquier declaración.
Las luces se encendieron lentamente, revelando la sala tranquila, como si nada hubiera pasado.
Aún envuelta en su abrazo, sentía mi pecho desinflarse poco a poco.
La tensión daba lugar a un silencio bueno.
Un silencio que calma.
Anderson me guió con suavidad hasta una de las butacas.
Me senté despacio; él me trató con ternura.
Sus ojos me observaban con atención, sin prisa.
Y yo… disfrutaba de cada gesto.
Él intentó calmarme otra vez.
—Ya está todo bien —dijo, con voz baja pero firme.
Asentí, secando disimuladamente las lágrimas que aún caían.
Cuando me tranquilicé, Anderson me miró directo a los ojos.
Sin decir nada, metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una pequeña caja negra.
Mi corazón volvió a acelerarse, pero esta vez por otra razón.
La abrió con calma — dentro, un anillo simple y hermoso, exactamente como imaginaba que sería viniendo de él.
—Te dije que te daría un día para pensar… pero también preparé este momento por si tu respuesta era “sí”.
—Tomó mi mano con delicadeza.—
Kataleya, quiero estar contigo.
No prometo perfección, pero prometo intentarlo.
Tal vez no sea fácil, pero jamás haré que sea difícil amarme.
Kataleya… ¿quieres ser mi novia?