…
Anderson salió del coche con pasos firmes, intentando mantener la calma aunque el corazón le latía con fuerza.
En cuanto se acercó a su padre, levantó el brazo en un gesto de saludo educado, respetuoso… pero el gesto quedó en el aire.
La mirada del padre era seca, dura, y no correspondió.
—¿Dónde está Lukela? —preguntó con tono impaciente y autoritario, ignorando por completo cualquier formalidad.
El aire pareció volverse más denso en ese instante.
Kataleya, aún dentro del coche, observaba todo con preocupación, mientras el semblante de Anderson cambiaba, atrapado entre la incomodidad y la rabia contenida.
Era como si toda la buena energía del día se hubiera desvanecido con una sola frase.
Anderson se mantuvo firme, aunque sus ojos revelaban la tensión del momento.
—Lukela está bien —respondió con voz controlada—. Y no, usted no va a llevársela.
El padre abrió los ojos de par en par y dio un paso adelante, endureciendo el tono.
—¡Soy su padre! Vine a buscarla. Tengo ese derecho.
Anderson cruzó los brazos, respiró hondo y dijo:
—Ya no. A partir de ahora, yo seré el tutor legal de Lukela. Ya inicié el proceso. Ella está a salvo… y así seguirá.
En realidad, Anderson mentía. Solo eran amenazas.
El hombre se enfureció. Dio media vuelta y subió los escalones hasta la puerta de la casa.
Empezó a golpearla con fuerza, como si intentara derribarla.
Kataleya se encogió en el asiento del coche, en alerta.
Anderson dio dos pasos decididos, sin alzar la voz, pero con una firmeza cortante:
—Si sigue con esto, tomaré las imágenes de la cámara —que está grabando todo— y lo denunciaré por violencia doméstica. ¿Y sabe lo que eso significa? Que no solo perderá la custodia, sino que puede que nunca más vea a Lukela. La elección es suya: o se retira, o empeora lo que ya está mal.
El padre se detuvo. Respiraba con fuerza, los ojos llenos de ira, pero también de duda.
La presencia de la cámara y la voz firme de su hijo lo paralizaban.
Anderson no se movió. Permaneció firme.
—Váyase —concluyó.
Y después de unos segundos pesados, el padre dio media vuelta y bajó lentamente los escalones.
Decidió irse, pero antes, más calmado, pidió a Anderson que llamara a Lukela para despedirse, ya que estaban por regresar a su ciudad.
Anderson aceptó.
Lukela salió.
El padre intentó acercarse, pero ella dio un paso atrás, como si quisiera huir.
De alguna forma, aquello lo conmovió.
Solo alcanzó a decir: “Cuando quieras, las puertas de casa seguirán abiertas para ti.”
Lukela no respondió.
Ni siquiera pudo abrazarlo.
El padre dio media vuelta… y se marchó.
Yo ya había salido del coche.
Cuando él pasó frente a mí, me miró.
Yo también lo miré fijamente y le dije:
—Esfuércese en no perder a más nadie… por culpa de una rabia incontrolable.
No dijo nada.
Y se fue.
Entramos con Lukela.
Luego ella se fue a la cama.
Anderson me llevó a casa y nos despedimos.
Cuando llegué, Natália aún estaba despierta.
Me miró y solo dijo:
—¿Entonces?
Solo levanté la mano y mostré el anillo.
Ella sonrió, una de esas sonrisas que mostraban lo feliz que estaba por mí, y me abrazó brevemente antes de ir a dormir.
Me quedé en mi habitación, mirando el techo, reviviendo cada detalle de la noche.
La sorpresa, el susto, el abrazo, la propuesta…
Era como si se hubiera escrito una nueva página de mi vida.
Por primera vez en mucho tiempo, me acosté con el corazón en paz.
No porque ya no tuviera dudas, sino porque finalmente había decidido escuchar lo que mi corazón llevaba tanto tiempo gritando.
Esa noche dormí como quien, por fin, se permite amar.
A la mañana siguiente, estaba en la recepción.
El ambiente tranquilo, y yo distraída, admiraba el delicado anillo que Anderson me había regalado.
Una sonrisa tonta escapaba de mis labios —era inevitable.
Era como si aquel pequeño objeto en mi dedo cargara la paz que tanto había buscado.
Entonces los vi entrar: Shelma y Shelby.
Shelby solo saludó de lejos, con un gesto seco, y fue directo a su oficina.
Shelma, en cambio, se detuvo frente a mí.
Sus ojos bajaron hasta el anillo, y luego volvió a mirarme con una media sonrisa.
—Por tu expresión, parece que encontraste a alguien a quien amar —dijo—. Te deseo lo mejor en esa relación.
Asentí con la cabeza, agradeciendo, pero sin abrir demasiado espacio.
Permanecí en silencio, solo observando.
Después de un instante, ella continuó:
—Ahora que ya tienes a alguien a tu lado, creo que deberías romper esa enemistad entre nosotras.
Respiré hondo, levantando la mirada hasta encontrar la suya.
Mi voz salió tranquila, pero firme:
—Shelma, no se trata de tener o no a alguien.
Yo no guardo enemigos… solo me alejo de quien me hiere.
Algunos dolores no se olvidan de un día para otro.
Sé que algún día perdonaré… pero el rencor, ese tarda un poco más en irse.
Ella no respondió.
Solo me miró, quizá sorprendida por mi sinceridad, quizá porque no esperaba que hablara con tanta claridad.
Pero era eso.
La paz que sentía en ese momento ya no tenía espacio para fingimientos.
Shelma… no ha cambiado nada.
Sigue teniendo las mismas buenas cualidades de siempre —es determinada, inteligente, trabajadora.
Pero junto a eso, todavía carga ese lado egoísta y la falta de empatía que siempre complicaron todo.
¿Qué espero realmente de ella?
Un pedido de disculpas sincero.
Sin excusas, sin rodeos, sin intentar explicar lo inexplicable.
Solo reconocer que se equivocó, que cruzó los límites.
Amar a alguien nunca fue el problema.
El problema es cuando la persona se niega a admitir sus errores y aún espera que los demás lo acepten todo en silencio, solo porque hay sentimientos de por medio.
La vida real no funciona así.
Las relaciones no se sostienen solo con cariño: también requieren respeto, verdad y humildad.