Rotos Lazos: Pérdidas y Culpa

Capítulo 30- Partidas sin despedidas

“Por más rencor que alguien nos haya dejado, por más heridas que aún no hayan sanado… la verdad es que nadie está realmente preparado para la pérdida.
La ausencia definitiva de alguien silencia hasta los resentimientos más profundos.
Al final, nadie merece un final trágico.”

La vida nos juega partidas sin avisar… el tiempo y lo inesperado nos alcanzan a todos.

Estaba cansada, era el final de mi turno. En cuanto tomé mi bolso, salí del hotel. No quería ver a nadie, solo necesitaba respirar. Llamé un taxi y le pedí que me llevara directo a casa.

La radio sonaba baja, y yo observaba la carretera a través de la ventana. Entonces, unos minutos después, el tráfico empezó a detenerse bruscamente.

—¿Qué pasó? —pregunté al conductor.

—Parece que hubo un accidente grave más adelante. Están cerrando parte de la vía.

Permanecí sentada, esperando como todos. Pero el tiempo pasaba y nada se resolvía. Los minutos se arrastraban hasta que mi inquietud habló más fuerte.

—Voy a caminar un poco. Solo quiero ver qué está ocurriendo —avisé, abriendo la puerta del coche.

Caminé despacio por el costado de la carretera, pasando entre los autos detenidos, hasta que vi un grupo de gente y luces parpadeando. Cuando me acerqué, mi corazón se aceleró. Un coche estaba volcado, completamente destruido.

Me quedé inmóvil. Algo en ese coche me resultaba familiar. Di algunos pasos más, con el corazón golpeando cada vez más fuerte…

Fue entonces cuando vi la matrícula.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. La respiración se me cortó. Y, por un momento, el mundo pareció detenerse.

Era…
el coche del padre de Anderson.

Las piernas me fallaron. Instintivamente llevé la mano a la boca, como si eso pudiera contener el grito que me subía por la garganta. El pecho se agitaba en un ritmo descompasado, y una sensación de náusea me invadió. Sentía el corazón tan fuerte que lo escuchaba retumbar en mis oídos.

—No… —murmuré, en un hilo de voz casi inaudible.

Me acerqué más, aunque no quería, aunque mi cuerpo gritaba “no”. Cada paso pesaba toneladas. Mis manos temblaban, el sudor frío me corría por la espalda, y mis ojos ardían, pero ni siquiera parpadeaba.

Vi a los bomberos, vi una camilla preparada… y aunque no le veía el rostro, lo sabía.
Sabía que era él. Ese coche, esa matrícula, esa energía pesada a su alrededor… era el padre de Anderson.

Un nudo me apretó la garganta. No era dolor por lo que él había sido conmigo. Era dolor por lo que eso significaba. La caída. El final. La posibilidad real de la muerte.
Y, más que eso, lo que aquello causaría en Anderson y en Lukela.

Cerré los ojos con fuerza, intenté respirar hondo, pero era imposible. Todo mi cuerpo estaba en shock. Y solo pude pensar: “Por más daño que alguien nos haya hecho, nadie merece un final así.”

Saqué el teléfono del bolsillo con las manos temblorosas y marqué el número de Anderson. Una, dos, tres veces… y nada. Sin respuesta. Entonces recordé —me había dicho que hoy tendría una operación importante, que estaría completamente concentrado, sin acceso al móvil.

Guardé el teléfono, intentando mantener la calma. Me acerqué a la ambulancia, pero enseguida un socorrista me detuvo.

—Por favor, necesito verlo —insistí, pero él solo negó con la cabeza.

—Señora, no puede pasar.

El nudo en la garganta se transformó en desesperación. Las palabras escaparon sin control:

—¡Es mi padre! —grité, con la voz quebrada—. ¡Es mi padre… por favor!

Hubo un silencio. Me miraron con sorpresa y compasión al mismo tiempo, quizás dudando del parentesco, quizás solo intentando entender mi dolor. Uno de los paramédicos se acercó y, con voz suave, dijo:

—Está vivo, lo estamos estabilizando. Pero la señora que iba con él… —hizo una pausa—. Lamentablemente, no sobrevivió.

Fue como si el suelo desapareciera. Retrocedí dos pasos y las piernas me fallaron. Me dejé caer en medio de la carretera, las lágrimas cayendo sin control. Los labios me temblaban, la visión se nubló.

No conocía bien a aquella mujer, pero saber que una vida se había apagado allí, junto al padre de Anderson, era asfixiante. La muerte había pasado cerca… demasiado cerca.
Y ahora, todo cambiaría.

Subí a la ambulancia aún en estado de shock. Mi cuerpo temblaba, los ojos ardiendo de tanto llorar. El sonido de la sirena cortaba el silencio dentro de mí. Mientras el vehículo se preparaba para partir, miré de reojo por la pequeña rendija de la puerta trasera.

Entonces los vi —a lo lejos—, Shelma y Shelby corriendo hacia mí, con el rostro lleno de pánico y confusión. Pero antes de que pudieran acercarse, los paramédicos los detuvieron. Uno levantó la mano, impidiéndoles el paso, y el otro dijo algo que no alcancé a oír.

La puerta se cerró, silenciando todo. Y partimos hacia el hospital.

Me recosté en la camilla, intentando calmar la respiración. No entendía del todo lo que había pasado; solo sabía que esa escena quedaría grabada en mí. Para siempre.

Llegamos al hospital a toda prisa. Las luces intensas de la entrada de urgencias me cegaron por un instante. En cuanto la ambulancia se detuvo, los enfermeros lo llevaron rápidamente hacia adentro, y yo bajé aún aturdida, con las manos manchadas de sangre y el vestido empapado.

Caminé sin rumbo por el pasillo, perdida, sin saber a dónde ir ni qué hacer. La cabeza me daba vueltas, el corazón golpeaba con fuerza.

Y fue entonces cuando, entre el movimiento de médicos, enfermeros y pacientes, lo vi:
Anderson.

Venía hacia mí, con el uniforme de médico, los ojos abiertos de par en par, como si ya supiera que algo terrible había ocurrido.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, mi cuerpo se paralizó.

Él se acercó rápido, me tomó de los hombros con fuerza y preguntó:
—Kataleya, ¿qué pasó?

Pero yo… yo simplemente me quedé muda. La boca no respondía. Solo podía mirarlo, buscando algún refugio en medio de la tormenta.




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