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«Quiero agradecer tu visita la semana pasada. Aunque, sentí que a la langosta le faltó estar más en su punto, pero claro, me encanto tú compañía y la de la amada Abigail. Tanto me gusto que me acompañaran, que me pareció exquisita la estancia, y pude devorarme en risas y simpatías sus personalidades.

 

Me encantaría que nos volviéramos a ver, ¿qué te parece? A mí me parece este viernes 24 en la zona norte, en hotel Río, que tiene un restaurante en la parte baja, de nombre: "Aria & Marzelline", y te comento, amigo mío, que las delicias ahí servidas te dejarán sumamente enaltecido, y por cierto, no pueden entrar sí no tienen ciertas vestiduras de cierta clase, que comprendo te pueda resultar en una cuestión de banalidad y concepciones estereotipadas, pero que en este caso les pido que sigan para experimentar de las exóticas y agradables porciones, y que en este caso, yo les proporcionare los trajes, y se los haré llegar a donde se encuentren, por lo que, no te preocupes por ello, y solo tendrás que decir amigo mío al empleado: "Legión", y te dejarán entrar, y te llevará rápidamente a mi mesa.

 

Me despido que me queda poco tiempo. Te quiere y te manda sus más grandes deseos:


 

—RW.
 

PD: Espero y pueda gozar de su presencia.»


 

 


 

La carta termina ahí. Bajo la ceniza de la pipa y la certeza de lo incierto.
 

Viro por todos lados; alfombra gris, cama king size, vista al conglomerado financiero del epicentro de una ciudad casi nocturna.

 

¿Qué pasa hombre? Esta no es mi habitación; "Hotel estrella" en la caja de cerillos del mueble liso blanco. Llame a recepción, necesitaba cítricos. Necesito naranjas en bandeja de plata, y el sonido de la pantalla plana de la pared me perturba; Son las noticias: "Escritora joven desaparecida", en letras negras bajo la franja blanca, e imágenes de un motel mugriento. La desaparecida se llama:

 

—«Abigail Montenegro».

 

De veintiún años; la última vez que la vieron, se hospedó en un motel barato, el "Costa, Costa". Y... Carajo. Tengo jaqueca... Me taladran el cerebro cuando el comercial de comida para perros pasa, y mis tímpanos enloquecen; yo enloquezco; "Añada unas aspirinas por favor", digo por el auricular del teléfono, y tengo que dispersar las líneas blancas y guardar la onza de marihuana, y la cucas y la inyección.

 

Eso no es mío; no caería tan bajo. La champan costosa sí, y las cervezas vacías, pero no me rebajaría; no caería ahí a pesar de no tener memoria.

 

—Es una mierda, ¿no? —le digo al empleado que trae las nectarinas, las aspirinas y una botella de agua sellada —.  Carajo viejo, te dije que necesitaba vitamina C, no estás mierdas rojas.

 

—¿No había dicho nectarinas señor? —preguntó, y su mirada se paseó al fondo, mientras notaba que traía un maletín negro —. Por cierto; Su amigo ya pagó la estancia, y dos noches más, y me pidió que le entregara este portafolios —y saco una hoja blanca de su traje de mono —, y este recado.
 

—Espera, ¿de qué amigo me hablas?

 

—Su amigo, él de ayer; él del traje.
 

—¿Qué amigo? Yo no tengo ningún jodido amigo.

 

—Su amigo, al que le traje la botella de vino en el salón.
 

—¿Cuál amigo? ¿Cuál salón?

 

—Sí —dijo y dudo (o sopesó las cosas) —. Habían tenido una reunión en este hotel, en uno de los salones; mucha gente fue.

 

—¿Reunión? ¿De qué reunión me hablas?

 

El empleado entrecerró ligeramente los ojos y se rascó la nuca.

 

—La de ayer señor. Incluso compartió un diálogo conmigo.

 

—No sé ni una mierda de diálogos. ¿Cómo se llamaba mi supuesto amigo?

 

—No lo sé señor, pero le puedo decir que hasta ayer, ustedes hablaban muy bien al atenderles.
 

—¿No lo sabes?
 

—Lo llamaba por su apellido, creo recordar.

 

—¿Su apellido?
 

—Sí.
 

—¿Cuál era?
 

Se tardó en contestar. Hizo memoria mientras fruncía.
 

—¿Y bien?

 

—Mmm... No recuerdo cuál es, pero, creo recordar que era uno extranjero.
 

—Mmm, vaya mierda.
 

¿Uno extranjero? Y le dije al empleado que se fuera a cagar; "Tráeme un filete bastardo", que me aguanto buen rato, que de seguro recibió muy buenas propinas, que ahora estoy sin ningún centavo.
 

Debí de emborracharme demasiado, y habré hecho alguna amistad con un adinerado bastardo, aunque igual, pudo ser, que yo haya portado ese estigma, y él no hubiera pagado nada.
 

Tiene unos raspones el Pontiac negro en el estacionamiento subterráneo. ¿Qué pasó? "Estás un poco más maltrecho amigo", le digo a aquella bestia medianamente atractiva. Ya montando en ella, leí la hoja del maletín, e intenté abrirlo, y no se consiguió nada; no hay combinación en la hoja más que un: "...lo que contiene este maletín es tan preciado, que le sugiero que se espose directamente a él... ", y sin firma.

 

¿Algún chiste?
 

Me llevo a la bestia por otros lares remotos de esta ciudad pecadora, aunque, primero tuve que checar el estado de las cuentas de mis ahorros (que  eran decadentes en demasía), y de no entender la vitalidad que había adquirido remotamente; que me siento extrañamente bien al pasar la resaca. Tanto, que acepte la invitación de Pete, en una cervecería en una plaza al sur del centro, de buena cañada blanca y digital. Cierto es, que mi pálido amigo ya no estaba en el lugar, y su hermana, Jimena, estuvo pagándome las bebidas en el establecimiento, motivo por el que no me largue en un principio, y en el ínterin de decir que era muy temprano para tomar o festejar, las amigas de Jimena pidieron más tragos, luego una rubia de nombre Chloe, pidió el Jack Daniels que me animo concretamente, a meterme de lleno, y más rápido que tarde, Susie, una joven delgada de piel olivácea de ojos coquetos, pidió varios martinis que termine compartiendo con ella y Jimena.




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