Saga de Narcóndez: El Dios del Mal.

Capítulo 9: El Castillo del Rey Droken

El ejército de Nutirsoj había llegado justamente a punto acordado de la ciudad Krifstax, ambos ejércitos entrelazaron sus manos junto con los reyes de Nutirsoj y luego se encontraron con Margareth a la cual tendieron la mano. Margareth dejó su mano con la de los reyes del sur para saludarse y les miró. Ambos vestían con una vestimenta roja carmesí con una especie de abrigo blanco y gris que les cubría pues era invierno, llevaban ambos una corona, aunque la del rey era más grande y brillante. Los pantalones del rey eran de tela de color marrón mientras que la de la reina era un pantalón color plata. Su piel era más morena que la de Margareth, que con un tono acaramelado les había dado la mano en moción de saludo. Sus ojos se encontraron, los de la reina era un color marrón oscuro con tonos un poco brillantes, mientras que los de su marido eran también castaños muchos más oscuros y casi opacos que no dejaban atravesar la luz.

—Siento lo de tus hijos Margareth, ojalá no hayan perecido con sufrimiento —comentó la Reina que agachó su cabeza mirando al suelo en señal de honor.

—Esperemos ayudaros en lo que queráis, y podamos entre todos acabar una vez con todo lo que nos ha hecho las ciudades del Norte y Este, deben de pagar por sus crímenes, sobre todo los del Norte —el rey hizo una pequeña pausa y prosiguió—. Hemos congregado a nuestros mejores hombres para esta tarea ardua en fin de derrocar a Amed Droken.

—Gracias por vuestro pésame. Ahora mismo, la ayuda viene bien en tiempos de guerra. El rey del Norte ha congregado toda su fuerza en la batalla donde se ubica mi marido. Él se encargará del Dios, pero como están desprotegidos, debemos de apresurarnos no sea que vuelvan o se den cuenta de nuestras intenciones.

Margareth se les quedó mirando, y observó a la cantidad de personas que habían venido de Nutirsoj y la tanta ayuda que habían reunido.

—Ejército de Nutirsoj, tengo un infiltrado en el castillo de Droken, él nos abrirá las puertas cuando vea las banderas sean alzadas por el Sur. Parte del ejército se encargará de entrar por el Patio, tanto delantero como el trasero. Los más hábiles se irán por los fosos y acabarán por el jardín del castillo, y el otro ejército restante alzará las escaleras y entrarán por las almenas para quemar la bandera y poner la nuestra —se hizo el silencio, todos estaban expectantes de la palabras de Margareth—. Os seré sincera, muchos morirán en la batalla, pero cada pérdida morirá con el honor que supone ser un caballero que aboga por la paz y la libertad de su pueblo. Aquel que se quiera ir, podrá irse ahora antes del crepúsculo. ¿Estáis todos preparados para derrocar al rey Droken y al Dios Seth?

—Sí, majestad —contestaron al unísono todos los que estaban ahí reunidos.

Entonces marcharon hacia el Norte por el páramo. Bebieron y comieron para reponer sus fuerzas y durmieron cuando cayó la noche.

Margareth pensó en sus hijos, en parte la dolía en el pecho no haberles podido proteger cuando podría haberlo hecho. Era su culpa, era su responsabilidad. Ese tormento la iba a ser recordado por toda su vida en pesadillas que se aferraban a ella por el recuerdo y el pasado. Aquellas cicatrices no se iban a sanar jamás. Se sentía sucia, se sentía mal por ella, no era digna de llamarse madre, no era digna de llamarse reina si no pudo proteger a lo que más quería.

Su preocupación era tal que también pensó en Andrew, ¿iba a derrotar a Seth? ¿O será Seth quién al final acabe con su marido? No sabía nada de él desde que marchó del castillo a buscar a un doctor que comentaban las leyendas de Narcóndez de que era un ser inmundo inteligente capaz de matar dioses. Y a veces ella sabía que las leyendas exageraban un poco, incluso su marido, pero algo decía que quizá ese doctor tenía la solución.

No llegó ninguna carta mientras andaban por los páramos y ciénagas de Vilcoof en camino hacia su libertad o hacia su muerte. Los pensamientos de Margareth eclipsaban con dudas de si lo que iba a hacer estaba bien. Al fin y al cabo era venganza, y la venganza solo acababa en una parte, en un ciclo sin fin. Pero, no podía permitir que tal rey haya admitido y dejado que los hijos de su enemigo que ni metidos en la guerra estaban, murieran. Almas inocentes, almas que no tenían nada que ver en esta pelea de ciegos. ¿Acaso ella era más buena por vengarse?

Debía hacerlo, debía encerrar al rey Droken. Quizá no matarle, pero si condenarle por sus crímenes en la cárcel para poder ver como sufría o para torturarle mentalmente. Para que entendiera todo el dolor que él había causado ante otros pueblos matando niños, mujeres, hombres que no tenían nada que ver con la guerra. Era una cuestión de principios, se merecía morir solo y torturado hasta que la muerte hiciera presencia.

Pasaron los días, y estaban a unos pocos kilómetros de la capital Seth, los caballos estaban algo cansados y pararon a tomar algo y alimentar los caballos. Esperarían al anochecer para que al llegar al castillo fuera de noche. Las tiendas de campaña se dejaron por el suelo y el ejército se tumbó a descansar y parlotear de la vida, de sus problemas, de sus familias y de su trabajo. Margareth tomó las cosas ella sola y aunque comió alrededor de miles de personas que eran de su ejército o de sus aliados se sentía sola. Ahí no había nadie que fuera como su marido, ni como Robert.

Y hablando de Robert, Margareth pensó que había pasado con él. Pensó en que podría estar vigilado mucho tiempo y que por eso no pudo avisar ni por carta, la paranoia del rey Droken y su seguridad eran buenas, quizá no infalibles; pero desde dentro debe ser una tarea titánica escribir una carta hacia la Reina de Regnt y que absolutamente nadie revise la carta directa o indirectamente. No le juzgaba, pero tenía curiosidad que estaba pasando dentro del castillo del rey.

—Mi reina, siento interrumpirla, quizá deba tomarse un descanso para dormir para bien poder enfrentarse en la batalla, aún quedan siete horas para que la noche aparezca.




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