Salir del abismo

4

—¿No ha venido nadie?

—¿Nadie? —Josefina levantó la vista de la libreta hacia Carmen; su mano derecha detuvo, sin dejar de empuñar, el lápiz sobre el papel.

A continuación, se acomodó los anteojos con la izquierda; a menudo se le iban hacia abajo por el puente de la nariz cuando inclinaba la cabeza adelante. A veces pensaba que debía cambiarlos, llevaba años con los mismos.

La mujer la miraba expectante, no supo si por la respuesta o por el total de la cuenta que estaba calculando cuando le preguntó.

Josefina resopló y repasó otra vez la lista de cinco precios que intentaba sumar. Jamón, pan de caja, un litro de leche, una bolsa de frijoles cocidos y un frasco de café. Años atrás solía conocer el precio de cada uno y sumarlos mentalmente. En cambio, desde que se había vuelto a encargar de la tienda de abarrotes había sido imposible cobrar sin hacer antes la suma en el papel. Nunca pensó que una operación tan sencilla podría representarle una grave dificultad. Tampoco sabía si culpar a Carmen por la distracción o a su propia torpeza; era la cuarta vez que perdía la cuenta. Cinco más tres: siete. No, se dijo. No es siete. A pesar de todo, se negaba a usar calculadora, la consideraba un sin sentido sabiendo sumar.

—Por el anuncio. Con alguien que te ayude, te sentirás mejor. Esto es mucho trabajo para ti, nosotras ya no estamos para esto. Y ya se corre mucho peligro.

—¿Pasó algo? —preguntó sin demasiado interés.

—¿Te parece poco? Hay malvivientes por todos lados. Aquí nunca hubo de esos. Vamos de mal en peor, no puedes quedarte sola todo el día… Dios no quiera que a uno se le ocurra robarte; esos vagos sin oficio no respetan a nadie. Tus canas no les van a importar. —Carmen se persigno al terminar, alejando los malos augurios que ella misma invocaba.

Ocho, anotó Josefina mentalmente y sumó los números restantes de la última columna sin olvidar anotar el sobrante encima del primer dígito de la penúltima columna. Luego se tomó un descanso para responder.

—Todavía no sé si es buena idea. He pensado en vender o traspasar la tienda.

—¿Y de qué vas a vivir? Es tu patrimonio, Erasmo se los dejó para que pudieran vivir bien… para que pudieras vivir bien.

Por respuesta, Josefina parpadeó y bajó la vista de nuevo, así que Carmen se dio permiso para seguir.

—Le diré a mi hija que te ayude usando el Facebook, que te ponga el anuncio ahí. A lo mejor así viene alguien.

Asintió y siguió con la suma hasta terminarla. Entonces entregó la compra a Carmen en una bolsa de papel; era la única que seguía usando esas bolsas, Adela le había rogado tanto cambiarlas.

—Vengo a darte una vuelta mañana —anunció Carmen antes de pagar e irse.

A Josefina le agradaba su vecina, pero escucharla le robaba el aire. Una sensación similar la embargaba con casi todos los clientes, excepto aquellos que se iban rápido y no hablaban mucho. Levantarse temprano, en una casa que bien podía ser un desierto de voces ausentes y ecos pasados la agotaba lo suficiente.

La olla donde Adela preparaba el café de olla diario yacía todavía volteada donde la misma Adela la dejó secando la última vez que la lavó. Josefina no se había atrevido a tocarla, de pensarlo toda la piel se le enfriaba. Había intentado retomar las labores de limpieza de las que su hija se encargaba, pero con la tienda era imposible y, aun con el cansancio añadido del día a día, las noches eran una batalla que no lograba vencer. Varias veces en las dos semanas desde que Adela partió, pensó en buscar las pastillas que su hija usaba para dormir… tal vez a ella también la ayudarían. El único inconveniente era que tampoco había podido entrar a la habitación de Adela. No había logrado armarse de valor para cambiar las sábanas dónde durmió para no despertar.

Esa tarde cerró la tienda a las siete, mucho antes de lo que solía hacerlo.

Su casa estaba conectada al negocio a través de un pasillo interior, una ventaja en tiempos de dicha que se había transformado en un atajo hacia la soledad más cruda, poblada de recuerdos incontenibles e imágenes que vagaban igual que fantasmas sin ánimos de descanso eterno.

En busca del aire fresco que reclamaban sus pulmones, se puso un suéter ligero y salió a la calle, sin más compañía que su alma. En un principio pensó en ir a la iglesia. Al final desistió, el viejo sacerdote, el que conocía, había sido trasladado meses atrás. Adela y ella lo extrañaron mucho, más Adela, le tenía mucha confianza y el nuevo no le había simpatizado.

Sin rumbo fijo y con el único objetivo de alejarse, empujó un paso tras otro, con mayor dificultad a cada metro recorrido. El cuerpo le pesaba más de lo que podía arrastrar su fuerza, a pesar de que no había un excesivo peso extra y del calzado cómodo, sus huesos clamaban por enterrarse en la tienda. Apenas estuvo afuera, comenzaron a torturarla, crujían, lanzaban protestas que alteraban el resto de su anatomía.

Minutos más tarde tuvo que detenerse a descansar. Esa caminata la estaba llevando a un lugar sin retorno. Le cruzó por la cabeza la idea de acelerar el final, de lanzarse bajo los escasos vehículos que vio pasar. Así acabaría todo, pensó. No tendría que regresar ni obligarse a comer, ¿Para qué si la comida era más un hábito que una necesidad? Así no extrañaría a Adela ni a Erasmo, no la asaltarían esos recuerdos que en los últimos días habían vuelto a rondarle la cabeza. No tendría que hacer cuentas ni recibir mercancía. No atravesaría el pasillo nunca más.




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