Salir del abismo

6

Sentada en una silla detrás de la madera deteriorada del mostrador, Josefina veía fijo la pantalla de treinta y dos pulgadas montada en la esquina. Adela había querido ponerla ahí para no aburrirse en los horarios donde los clientes escaseaban; en ese momento no le encontraba sentido a conservarla. Aun así, agradecía la distracción, pese a no poder seguir lo que le mostraba. Era alguna telenovela o película... quizás ninguna de las dos, ya no había mucho que le interesara en la televisión abierta.

A su derecha, sobre el mostrador, un exhibidor de cincuenta centímetros contenía los cigarros, goma de mascar y otros dulces. En la misma superficie, también descasaban una báscula que había perdido el color y una bandeja abollada con pan de dulce cubierto por un plástico.

Esos elementos de otra época eran sus únicos compañeros, se unían al sonido de la pantalla para anclarla en el espacio físico, a pesar de que su mente y corazón estuvieran lejos... en un lugar que ni ella misma reconocía... un limbo.

—Disculpe, señora. Buenas tardes.

Aquella voz le causó un estremecimiento, apartando los pensamientos que llevaban días rondándola, todos teñidos del dulce tono de Adela y de decisiones pasadas que creyó haber enterrado. Se puso de pie para ver bien a la recién llegada. Del otro lado del mostrador y cerca de la puerta, una joven la saludaba, el cuerpo recogido y los hombros tensos mientras una leve sonrisa iluminaba su rostro juvenil.

—Buenas. ¿Qué se te ofrece? —preguntó.

—Vengo por... —la muchacha se acercó.

Josefina pudo verla mejor. Lo más notable eran las grandes arracadas en sus orejas, elementos poco comunes entre jovencitas de su edad, que sobresalía entre el cabello suelto y ondulado. Luego se centró en sus ojos marrones, cejas pobladas y boca ancha teñida de rojo que contrastaba con su tez trigueña. Resultaba simpática a la vista: con una vistosa, aunque delicada, herencia mestiza en los rasgos.

—El anuncio, me interesa.

—El empleo, dirás.

—Sí, perdóneme, me pongo un poco nerviosa.

A Josefina no le pareció que lo estuviera, solamente detectó un aire de precaución; pensó que al fin y al cabo era normal ser precavida.

—¿Cómo te llamas y qué edad tienes? Te ves muy joven, ¿si eres mayor de edad?

—Alana, mucho gusto. —Elevó su mano hacia ella por sobre el mostrador, pero Josefina no la tomó, lo que hizo que la bajara de inmediato—. Tengo veinte, los cumplí hace poco.

—¿Y vives por aquí?

Siguió observando cada gesto, era la primera interesada en el empleo. Josefina recordó las advertencias de Carmen. La idea de una compañera de día comenzó a tentarla con mayor ahínco. La muchacha frente a ella podía ser una buena opción, a simple vista le pareció decente, un poco menos de maquillaje hubiera sido mejor —consideraba demasiado las pestañas largas y excesivamente rizadas junto al llamativo labial—, pero mientras hiciera bien el trabajo, podía dejarlo pasar.

—Vine de visita y vi el anuncio. No vivo tan lejos, a unos quince minutos.

—Necesito que llegues muy temprano, a ayudarme a abrir y recibir mercancía.

—¿Qué tanto?

—Al cuarto para las ocho.

—Sí puedo.

—Tampoco te voy a pagar mucho.

—No importa, lo que sea es bueno... pero ¿de cuánto estamos hablando? —indagó.

—Mil quinientos a la semana y un día de descanso, de preferencia el lunes, que es cuando menos gente viene.

—¿Y hasta que hora?

—Yo cierro a las ocho y media, pero te daría una hora para comer. Puedes hacerlo aquí o salirte.

Alana desvío la mirada, cabizbaja, y se mordió el labio inferior, como cavilando la conveniencia de la propuesta. Por un momento, Josefina creyó que se iría, pero su respuesta la asombró.

—Está bien. Necesito... ganar algo.

El comentario despertó su curiosidad.

—¿No estudias?

La vio negar con una vacilante sacudida de cabeza; a secas, sin una explicación. Supuso que era algo de lo que no le gustaba hablar y ella no era Carmen para intentar obligarla.

—¿Puedes comenzar mañana? Necesito una copia de tu identificación y un comprobante de domicilio.

—Si quiere, puedo comenzar hoy —dijo, luego de obsequiarle una sonrisa amplia.

—No, no. Ya es muy tarde y no te pagaría el día.

—No importa, así voy sabiendo qué hacer. Si me deja, me quedó aquí mirando y me va diciendo los precios. Verá que rápido me los aprendo.

Era tan entusiasta que le arrancó un suspiro a Josefina. Dio un vistazo a la pantalla, su sonido le rozó los oídos, pero la voz de Alana por sí sola llenaba el aire.

—Como gustes.

Tres días después de aceptar, seguía sin arrepentirse. La muchacha llegaba diez minutos antes de lo acordado y se iba un poco después. Cuando estaban las dos solas, sus conversaciones eran mejor que la programación de la televisión abierta. Al menos, la entretenían. Incluso a Carmen pareció agradarle, luego de haber hecho una mueca de escrutinio y torcer la boca al ver la blusa diminuta y sin sostén debajo que vestía el día que se la presentó. Sin embargo, la opinión inicial de su vecina cambió ante las amabilidades con que la atendió Alana.




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