Alana no confiaba en él; él tampoco confiaba del todo. Por ello, a pesar de querer un plato caliente diario, se contuvo. Iba un día sí y dos no; a veces al revés. Estuvo en ese estire y afloje por diez días. En la mesa, Josefina hablaba extraño, de un modo que a veces ni la muchacha ni él comprendían. Entonces solo les quedaba verse a la cara y encogerse de hombros; dejarla ser.
Al irse, la señora le repetía la misma frase: «Te veo mañana» aunque él no siempre iba y ella lo sabía. Igual nunca se enfadaba por su falla, al contrario, una que otra vez se le escapaba decirle «hijo». Aquella palabra fue para Joel como una cadena al cuello sin saber bien la razón.
Por el contrario, la plática con Alana se aligeró con los días. Tanto que aquel jueves, al verla de espaldas en una vuelta de esquina mientras esperaba que el sol cayera del todo para escabullirse en La casita, se le acercó con una familiaridad que desconocía en sí mismo. No había nada enturbiándole la cabeza ni soltándole la lengua, aun así, siguió el impulso de hablarle.
—¿Cómo está la seño Josefina?
La muchacha se detuvo y giró, obsequiándole la ligera ondulación de su cabello suelto junto a sus arracadas.
—Vaya: el aparecido. Deberías ir, dos días sin verte la pone triste, aunque no diga nada.
—¿Por qué?
—¿Por qué: qué?
—Pues por qué se pone triste. Ni me conoce. Ni somos nada. Casi ni le hablo tampoco.
—Serás… —Alana bajó la vista, reflexiva—. No sé. Solo la veo. Creo que es porque está muy sola. La única que la visita es la señora Carmen, pero va muy de vez en cuando, y ya te dije que tú le caes muy bien. Ni sé por qué.
—¿A ti todavía te caigo mal… o qué? —preguntó, medio mirando a otro lado, para hacerse el desinteresado en la respuesta.
Pero esta no llegó, interrumpida por el sonido del celular de Alana. Ella rebuscó en su bolsa, ignorándolo por completo, y respondió.
—¿Qué pasó?
Al otro lado, y pese a no tener el altavoz, Joel se alertó al distinguir la gravedad de una voz masculina bastante conocida.
—Ya voy, el camión está tardando. No des lata, ya sabes que salgo tarde.
Y colgó.
—Que cortita te traen —dijo.
—Es Dylan; se enfada si no llego pronto —aclaró, confirmando las sospechas de Joel.
—Pues qué culero, ¿a poco el puto es tu papá o qué?
Se arrepintió al instante. No era asunto suyo, pero ya lo había oído hablar así antes y visto la manera en que la veía… y no le agradaba.
Una mirada cargada de reproche de ella aumentó su malestar por haber hablado, más aún cuando parecía tan incómoda.
—Ya me voy —acotó, reanudando sus pasos.
Joel tardó, pero reaccionó un par de segundos después. La alcanzó y caminó a su lado. Lo hizo en silencio al principio, con las manos en los bolsillos. Ella no le dijo nada, solo apresuró su andar. No supo si lo hizo a propósito, pero para él no representaba una dificultad mantener la misma velocidad.
—¿Vas para la parada?
—Sí. No quiero que se me pase el camión. El siguiente tarda mucho y va hasta la madre. —Por un breve instante, se mantuvo callada, pero se notaba que algo le reventaba dentro y estalló en lo siguiente que mencionó—. Dylan es el único que me cuida.
Él no supo que decirle.
—Cuando mi mamá y su papá se juntaron también me caía mal. Luego crecí… —Alana dio dos respiros nerviosos antes de continuar—. A mi mamá no le gusta que le hable al papá de Dylan. Ni que lo vea, ni él a mí. Ella tampoco me habla mucho. Nomás lo hace para regañarme. Al único que tengo es a Dylan. Ya sé que es mandón y grosero, tampoco me gusta, pero me cuida…
«Ese culero no te cuida». Quiso decírselo, pero se amarró la lengua. Pronto llegaron a la parada de autobús. Alana volvió a ser ella, habló de otras cosas que Joel escuchó más atento a su voz que al contenido; intuía que no eran importantes, solo la manera en que la muchacha le pedía olvidar el asunto.
Se despidieron unos minutos después, agitando las manos uno al otro.
Regresó tan ensimismado que no puso atención al trayecto y volvió a esa primera calle, con el perro atado al frigorífico industrial. Seguía donde mismo, las costillas eran más notorias bajo el pelaje opaco y cargado de suciedad. No había agua ni un plato de comida cerca. No le ladró como la primera vez, quizá porque él no tenía la intención de entrar al negocio que el animal intentaba proteger. Se quedó echado sobre la panza, con la cabeza vencida entre las patas delanteras.
Joel se acercó y lo único que hizo fue levantar la vista amarillenta hacia él. Respiraba lento, ahorrándose el esfuerzo. No hizo por moverse; ni huir ni atacar. De cerca, pudo ver que la cuerda con la que estaba atado había comenzado a pelar su cuello: un surco en el pelaje anunciaba que rozaba directo en la piel.
Recordó los tacos y se fue. Luego regresó con un par; él ya había comido otros dos en el puesto. Le puso la comida al perro directo en la acera y se cuidó de permanecer lejos de la vista del encargado del minisúper. Al principio, el animal olfateó sin fuerza, pero a medida que el aroma de la grasa se intensificó en su nariz, logró pararse. En poco tiempo no quedó nada del manjar, solo el perro lamiendo la acera fría.
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Editado: 28.12.2025