Salir del abismo

12

Josefina había dormido muy bien, al grado de sorprenderse al despertar. Cambió su ropa de dormir por una cómoda y fue directo a la cocina. Sacó los ingredientes para el desayuno que consideró apropiado para alimentar a un hombre adulto, mejor aún, un joven que todavía necesitaba nutrirse bien.

Listo todo, aguardó por Joel, pero él no apareció, así que lo llamó una vez. No obtuvo respuesta y se aventuró hacia la habitación. A cada paso se le iba haciendo más difícil respirar.

—Joel. El desayuno —dijo, alzando la voz lo suficiente para ser escuchada desde afuera de la habitación.

El silencio la empujó a hacer lo que no quería: tocar. La puerta, mal cerrada, se abrió al primer contacto, dejándole entrever ese interior negado, al que no entró desde aquella mañana donde encontró a Adela. La cerró de golpe, torpe e instintivamente.

Joel no estaba ahí, estaba segura. Pero entonces, ¿dónde?

—Seño Josefina —escuchó a su espalda.

Un sobresalto la dejó temblando y giró de improviso. Alana estaba adentro de la casa, donde debería estar Joel. Un sabor agridulce se le ancló en el paladar.

—Alana, ¿qué haces aquí? ¿Cómo entraste?

—Joel… acaba de salir.

Josefina bajó la vista, una piedra le cayó en el pecho.

—Entiendo. Hice desayuno, ¿quieres pasar?

La muchacha dudó un segundo y luego le sonrió, de esa manera amplia y que tantas veces la había tranquilizado.

—Claro —respondió.

Sin embargo, la presencia de Alana no le llevó la calma que solía. La plática que en otras ocasiones fluía tan bien con la muchacha, se le quedaba atorada entre los dientes; la sentía pastosa, difícil de masticar.

—¿Por qué se habrá ido? —preguntó al aire, interrumpiendo lo que fuera que su empleada le decía.

—Creo que llevaba prisa. Ya se le hacía tarde.

La respuesta de Alana la hizo volver a la mesa.

—Seño… No es por Joel, y no crea que él no me agrada. Ya entendí que así es, pero. No lo conoce bien, no se le hace mucho dejarlo dormir aquí. No sabe si se mete algo, ni yo sé. A ratos creo que sí...

Aquello la descolocó, sintió un fuego en el pecho que estuvo a punto de proyectar, pero que salvó el timbre de la entrada con una nueva interrupción.

—Yo abro —anunció la muchacha y, sin esperar su anuencia, abandonó la mesa rumbo a la puerta principal.

Antes de que regresara, Josefina escuchó la voz de Carmen. Respiró hondo. Apenas la tarde anterior había ido a verla; pero con Carmen, una visita siempre implicaba dejarla pasar y husmear en su vida.

—Josefina. Buenos días. —La mujer entró a la cocina cual ráfaga, barriendo todo aire nostálgico—. Me espanté cuando vi la tienda cerrada. ¿Estás bien?

—Sí, Carmen. Estoy bien —soltó, agarrando la taza de café y dándole un trago corto—. ¿Quieres un café?

—Estaría bien.

Su inesperada visitante se sentó a la mesa mientras Alana permaneció en la entrada de la cocina. Por su parte, Josefina se puso de pie para calentar el agua.

—Seño, ya me voy a abrir la tienda. Gracias por el desayuno —dijo la muchacha y se despidió tras un asentimiento cortés de ambas.

—Esa muchacha ya te tiene mucha confianza.

El juicio que proyectó la afirmación en Josefina le subió las pulsaciones. Lo disimuló, colocando frente a Carmen una taza limpia, un frasco con café y la azucarera. Por último, fue por una cuchara cafetera al cajón donde guardaba los cubiertos y se la puso en la mesa.

—Si tú fuiste la que me dijo que buscara ayuda. Además, es muy buena, si no fuera por ella la tienda se habría caído a pedazos.

—Sí, lo hice —aceptó la mujer, preparándose el café en espera del agua—, y ya no sé si me arrepiento. Josefina, ¿es que te has oído? ¿Cómo hablas de ella?

—¿Cómo? —cuestionó, irritada sin saber por qué.

—Dices lo mismo que de Adela cuando se murió tu esposo.

—No sé de qué estás hablando —dijo y caminó hacia la olla de peltre con el agua hirviendo. Apagó la estufa, la mano le temblaba, pero hizo un esfuerzo porque ni una gota se le derramara al servirla en la taza de Carmen.

Ella se le quedó viendo, Josefina sentía sus ojos en el rostro.

—Adela se fue… Ayer te oí hablar de ella como si siguiera aquí.

Josefina puso la olla contra la mesa con tal brusquedad que algunas gotas salpicaron alrededor. Sentía que los dedos rígidos podían romperse en ese instante.

—¿Qué es lo que se te ofrece, Carmen?

—¿Cómo?

—¿A qué viniste? —le increpó, viéndola directo.

Carmen enderezó la espalda, olvidándose del café.

—¿Por qué me hablas así?

—Si solo viniste a criticar mejor vete.

—Pero Josefina…

—Nunca te pedí tu opinión ni que vinieras. —Se alejó con una violencia que ni ella supo anticipar y terminó agarrándose a la tina del lavaplatos, dando la espalda a su acompañante.




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