Por días que dejó de contar, Josefina esperó el regreso de Joel. Cocinaba junto a Alana guardando un silencio denso que se le ramificaba dentro, interrumpido solo por instrucciones y peticiones necesarias. Muchas veces quiso decirle que se fuera, pero no se atrevió.
Hasta que finalmente decidió ir a La casita y hacer lo que fuera necesario para que él volviera. No soportaba imaginarlo en la calle, pasando fríos y en riesgo.
Avisó a Alana que saldría y se dirigió ahí con el alma rota, aferrándose a una esperanza que no quería nombrar. Se encontró primero con el encargado, a Joel lo vio al fondo, cargando unos bultos de cemento en una camioneta. Sintió remordimiento, su ropa lucía más sucia que otras veces y el polvo se le había metido hasta en la piel.
—¿Puedo hablar un momento con Joel? —preguntó al hombre después del saludo de rigor.
Él asintió sin mayor ceremonia y lo llamó haciéndole una seña con el brazo extendido, moviendo la mano para que se apurara. Pudo notar que verla incomodó al joven. Dudó en obedecer, pero la insistencia de su superior lo dejó sin opciones:
—Apúrate, cabrón. Que luego tienes que seguirle.
Josefina quiso rebatirle, que supiera que no debía hablarle así. Se mordió la lengua hasta sentir el sabor metálico, aunque no llegó a sangrar.
Con distancia aún entre ellos, Joel resopló y avanzó hacia ella. Lento, tanto que convirtió la lejanía en eternidad. Una vez que lo tuvo enfrente, su voz salió a tropiezos, desconocida incluso para sí misma.
—Hijo…
Joel esquivó su mirada, haciéndola replantearse el mundo.
—Si todavía no tienes donde dormir, vuelve a casa. No tienes por qué pasar las noches en la calle. Es peligroso.
No hubo respuesta inmediata, solo una creciente tensión que la golpeó directo.
—Así estoy bien.
—¿Fue algo qué hice? ¿Estuviste incómodo?
Él movió la cabeza apenas; Josefina no supo si era una negación o lo contrario. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y volteaba medio rostro a un lado, para no verla.
—Puedo buscar otro lugar para ti. Conoces la casa, ¿dónde te gustaría dormir?
Un encogimiento de hombros la inspiró a continuar.
—¿El cuarto junto a la cocina? No tiene ventanas, pero algo podemos hacer.
—Ahí tampoco.
—La casa parece grande, pero solo tiene tres habitaciones. Puede que la sala…
—Así déjele. Yo no necesito limosna. No soy un puto muerto de hambre.
Al hablarle lo hizo contenido, pero Josefina notó que se le escapaba el aire.
El hielo se apoderó de ella. No supo cómo convencerlo, se le ocurrió que ser honesta era lo mejor.
—Solo quiero ayudarte, ¿te sentirías mejor si me pagas una renta?
Él lo pensó, pero por fin lo vio asentir; no con emoción sino con duda.
—Nomás por mientras —añadió entre dientes.
—Así le hacemos, págame lo que puedas, ya después nos vamos arreglando. Te espero cuando salgas.
De vuelta a casa, Josefina pensó dónde podría acomodarlo. Necesitaría una cama, una grande debido a su estatura. Consideró hacer algo de inmediato, pero se contuvo. Por primera vez, no supo qué más ofrecer.
Para Joel los últimos días habían sido el retorno a la pesadilla, al parque, al frío y a la sensación de alerta que le robaba el descanso. Una patrulla de policía había comenzado a rondar la zona. Sabía que para gente como él eran casi tan peligrosos como los otros, los capaces de arrebatarte todo por poco.
Cuando Josefina apareció quiso simplemente negarse, pero no pudo. Luego, al terminar su turno, estuvo caminando en círculos por el barrio, gastando el tiempo. Al dirigirse adonde había pactado, no lo hizo a la puerta de la casa sino a la tienda todavía abierta, esperando no encontrarse de inmediato con Josefina.
Se asomó y cierto alivio lo embargó al ver que Alana se encontraba sola. Ella contuvo el aire al verlo y apretó los músculos faciales. A continuación, salió detrás del mostrador con prisa y lo alcanzó en el marco de la puerta.
—¿Dónde estuviste? ¿Por qué no habías venido? —le increpó apretando los dientes y sin saludo de por medio.
No había ni una pizca de amabilidad; aquello aumentó la sensación de caída en Joel.
—¿Y a ti qué vergas te importa?
—No me hables así, grosero. —A pesar de su enfado, siguió con la voz modulada. Tomándolo del antebrazo, le pidió salir a la calle mediante ligeros empujones. Ya afuera, continuó—: Si vas a venir así, mejor no vengas. Por tu culpa la seño ha estado triste todos estos días. Te dije que tuvieras cuidado, que fueras amable con ella.
—Aquí estoy, ¿no? Ella fue a buscarme. Yo no quiero venir ya.
—¿Y por qué no? Si aquí te tratan como rey, ya quisiera yo que me trataran así en mi casa.
Que lo dijera le causó un pico de malestar, de no estar bien, que lo llevó a apretar la mandíbula.
—No sé… No sé por qué siento tan culero estar aquí.
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Editado: 28.12.2025