Salir del abismo

14

La cocina estaba impecable, igual a como solía dejarla Adela. Aunque a ella le había llevado el doble de tiempo recoger la mesa puesta, guardar los platos sin usar y lavar los usados, junto al sartén.

Una vez más había preparado desayuno y tenido que guardar la mayoría. Eran pocos días apenas, «nada grave», pensó. Se repitió que ya cambiaría para no sentir que se quedaba sin aire. Josefina no perdía la esperanza de que la mañana menos pensada, Joel fuera a la mesa en lugar de directamente salir por la puerta, sin ni siquiera despedirse.

Tal vez pensaba que ella aún dormía y no quería molestarla.

«Es un buen muchacho».

Suspiró, extendiendo el trapo húmedo de limpiar en el mueble del lavaplatos. Luego miró a la habitación cerrada donde Erasmo había dejado su cava inconclusa, iniciada solamente. La había abierto por un impulso, pero se arrepintió. Al día siguiente de haberlo hecho donó la mayoría de las pertenencias que seguían ahí y únicamente conservó la caja más pequeña. Ese reloj que para él era un amuleto y todas las notas que le dejaba a diario mientras la cortejaba.

Después volvió a cerrar la habitación sin ventanas. Verla era como estar ante una tumba en medio de su propia casa. Y había otra habitación que la obligaba a pasar de largo.

Caminó con desgano y se plantó enfrente de la habitación de Adela. Joel no quiso dormir ahí y ella se preguntaba el motivo.

—Adela, hija… déjalo estar aquí. Es un buen muchacho, sin familia. Necesita a alguien que lo cuide —dijo al aire, con los ojos puestos en la madera—. Si hubieras tenido ese hijo que tanto querías, tal vez sería como él… O si yo…

Calló de golpe. No quiso verbalizar lo que se le vino a la mente, prefería conservarlo en la parte más recóndita de su memoria, donde el velo de los años lo había escondido.

La tienda seguía cerrada y Alana no había llamado a la puerta, por lo que Josefina se dirigió directo a la bodega. Encendió el foco que colgaba en medio para evaluar bien. La colchoneta continuaba intacta, no obstante, la cobija y la almohada habían sido usadas; yacían burdamente acomodadas una encima de la otra, sobre la colchoneta.

Aquello la dejó intranquila.

Para cuando Alana llegó, Josefina ya tenía la tienda abierta y solo esperaba a la muchacha para poder salir. Ese día fue a comprar mejores ingredientes para la comida que los ofrecidos en la verdulería y la carnicería del barrio. Incluso tomó un taxi a un supermercado de esos donde precio y calidad iban de la mano si sabes elegir.

Para no distraer a Alana de sus labores en la tienda, comenzó sola a preparar la masa. Se le había ocurrido cocinar empanadas saladas, rellenas de un rico guiso. Su compañera de cocina se le unió después y juntas terminaron.

—Son un chorro de empanadas, seño —dijo la muchacha, dándole una mordida a una por sugerencia de Josefina.

Quería que ella las probara primero.

—Tienes razón, es que quiero llevarles a La casita.

—¿A La casita?

—Sí. Tu hermano todavía trabaja ahí, ¿no? A lo mejor quieres acompañarme y darle las suyas.

Contrario a lo que esperaba, Alana no se puso contenta, pero no quiso prestarle mucha atención, menos cuando finalmente aceptó acompañarla.

Era temprano, antes de las dos de la tarde, cuando llegaron las dos a La casita.

El encargado estaba al pendiente. A Josefina no le había gustado su forma de hablarle a Joel, aun así, reconocía que era a simple vista un hombre trabajador y responsable. La más contenta con el gesto de la comida fue Lupe, la señora de los cobros. Salió de la oficina al sospechar que algo ocurría y no paró de hacer comentarios con exagerada amabilidad hacia Josefina. Ella procuró no decir mucho y vio de reojo a Joel. Él se acercó despacio; Josefina anhelaba algún gesto de alegría, pero simplemente se quedó ahí, petrificado.

La primera en servirse fue Lupe, luego el encargado. Por último, Joel, acuciado por los otros dos. Primero se sirvió limonada en uno de los vasos desechables que Josefina había llevado, previendo que faltarían. Tras unos tragos, se acercó al recipiente con las empanadas. Tomó tres, Josefina contó cada una.

—Me voy. Disfruten la comida.

—Ay señora, en serio muchas gracias. Ya estábamos hasta la madre de las tortas de la vuelta —dijo Lupe.

—Con este trabajo que tienen deben comer bien —señaló ella, con los ojos puestos en Joel.

—Muchas gracias de verás, cuando se le ofrezca algo. Ya sabe que aquí estamos —dijo el hombre adulto. A continuación, le dio un codazo a Joel—. Agradece, cabrón.

—Gracias —dijo él. Masticaba despacio, con la vista fija en el recipiente.

Por otro lado, Alana le pidió permiso para seguirla más tarde y fue a conversar con el otro ayudante, quien supuso era el hermanastro. La muchacha le llevó la comida cuando el joven no hizo por participar en la comida con sus compañeros. No tenía buen semblante. Josefina pensaba que el alma de las personas asoma por los ojos y, en los de él, no vio nada de lo que esperaba.

Alana la alcanzó unos minutos después, yendo todavía rumbo a la tienda, y no pudo quedarse con la duda.




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