Salvaje

1

–¡Quítale las manos de encima!

Una voz ronca que pertenece al líder de la banda hace que me estremezca.

El hombre que me agarra por los hombros de inmediato afloja su agarre. Es un bandido, que me arrinconó hace un instante, y ahora me suelta obedeciendo a una orden de su líder.

Hago un intento de huir de la habitación, pero unas manos caliente rápidamente me agarran por la cintura. Me obligan a retroceder.

–¿A dónde crees que vas?

Una máscara negra cubre casi todo su rostro. Solo puedo ver una boca sonriente y una mandíbula definida. Y también, sus ojos que brillan entre los orificios de la máscara. Su mirada es fría. Los ojos son de un color azul oscuro. Muy brillantes. Es un color de ojos muy inusual.

No me gusta en absoluto la forma en que este hombre me está mirando. Y lo peor de todo, es que cuanto más me mira, menos fría se hace su mirada. Más bien, en sus ojos se enciende un fuego maligno.

–Tengo que volver a la universidad –trago saliva y le enseño mi mochila con unos libros de texto dentro, que se encuentra tirada al lado del escritorio–. Ya van a empezar las clases. Y aquí yo solamente trabajo por horas. Ni siquiera vengo todos los días.

¿Por qué no me deja ir? Incluso se aferra a mí con más fuerza. Manosea mi cuerpo con sus dedos.

Estoy en shock. No puedo concentrarse.

–Déjame ir –murmuro–. Por favor. Yo... No se lo voy a contar a nadie. Te prometo que guardaré silencio.

Los bandidos han irrumpido a la oficina una hora antes del almuerzo.

Yo ya estaba a punto de marcharme. Si me he quedado por un rato más, fue porque quería terminar mi trabajo.

Que estúpido de mi parte.

Ellos son los cinco hombres enmascarados. Son fuertes y enormes. Dan miedo. Y su líder es el que más miedo me da. Él es el más alto. Más robusto. Tiene los hombros más anchos. Con tan solo verlo, ya me da escalofríos. Al principio ni siquiera me ha notado, estaba recorriendo todas las oficinas buscando a mi jefe.

Y luego ha vuelto.

Cuando ahuyentó al otro bandido que quería abusar de mí, me sentí aliviada por un instante. Pero ahora es él quién quiere abusar de mí. Y esto no es bueno.

–Por favor, déjeme ir –mi voz tiembla–. No puedo perder las clases. Las reglas de la universidad son muy estrictos. Me van a quitar la beca.

A él no le importa nada. Ni la universidad, ni mi beca.

Su sonrisa cada vez se hace más amplia. Y se ve más peligrosa. Y luego él hace un gesto breve, el significado del cual yo entiendo solamente unos segundos después.

Los demás bandidos abandonan la oficina. Obviamente, obedeciendo sus órdenes.

Y cierran la puerta dejándonos a solas.

Nunca he estado tan asustada en mi vida cómo ahora. Me inundan unas olas frías de pánico, pero mi cabeza está hirviendo. Intento desesperadamente encontrar una salida. Pero no la encuentro. Lo primero que hicieron los bandidos enmascarados al entrar, era atar y encerrar a los guardias de seguridad. Ahora no hay quién me ayude. No puedo llamar a nadie. Las paredes del edificio son tan gruesas, que nadie desde afuera podrá oír mis gritos.

Mi mirada se desplaza hacia abajo. Veo que el líder tiene un arma de fuego en la mano.

Un escalofrío sacude todo mi cuerpo.

–Silencio –me dice el hombre extraño–. ¿A qué le temes?

Sí, claro, ¡¿a qué le temo?!

Se está burlando de mí.

Guarda su pistola detrás del cinturón de sus pantalones negros, pero esto no me tranquiliza, ya que su mano se aferra a mi cintura, como si me hubiera atrapado en una trampa.

–Irrumpieron a la fuerza en la oficina –respondo atemorizada–. Fue algo realmente aterrador. Y lo que usted me está haciendo ahora también me asusta. Por favor, suélteme.

–Tu jefe me debe muchísimo dinero.

–Se lo va a pagar –exclamo.

Y enseguida entiendo que ni yo misma creo en mis propias palabras.

Mi jefe en realidad no es una buena persona. Por supuesto, no esperaba que pidiera dinero prestado a unos bandidos, pero juzgando por sus acciones...

–No sé nada sobre sus asuntos –niego con la cabeza–. Lo siento.

–Olvídalo –dice–. Ya nada importa.

Me empuja hacia el escritorio. Con un movimiento brusco derriba al suelo todo lo que hay encima del escritorio.

Me estremezco al oír el ruido que causan los objetos al caer.

Al siguiente instante lanzo un grito, porque este cabrón me agarra por las nalgas, me pone encima del escritorio y se acomoda entre mis piernas abiertas; no permite que me mueva.

–No, no, no –asustada, no paro de repetir–. ¡Déjeme ir!

Con todas mis fuerzas golpeo su pecho con mis puños, pero él ni siquiera lo nota. Intento liberarme frenéticamente, pero este monstruo no me suelta simplemente poniendo su mano en mi espalda baja e impidiéndome que me mueva.




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