El aroma del café con leche llenaba mi estudio mientras preparaba la tercera taza del día. La necesitaba. Este tema en particular requería cafeína extra. Ajusté el micrófono y dejé que la música de fondo—un blues lento y cínico con un bajo grave—llenara el espacio antes de comenzar.
—Bienvenidas al psicoanalista más barato y más bocazas que van a encontrar —dije, sintiendo el peso familiar de lo que estaba a punto de compartir—. Yo soy Nia Savage, y esto es Salvaje. El lugar donde las heridas se abren, se sazonan con sarcasmo y se sirven frías, como la venganza, pero más sabrosas.
Tomé un sorbo largo de café, casi violento en su urgencia.
—Hoy, mis queridas damnificadas emocionales, vamos a hablar de una especie masculina particularmente repugnante. No son los mentirosos, no son los infieles… esos son carne de cañón, demasiado obvios. No.
Me incliné hacia el micrófono, dejando que mi voz se volviera más íntima, más venenosa.
—Hoy honramos al “Sanador de Mierda Ajeno”. También conocido como “el hombre que te usa como taller de chapa y pintura para el coche que otra mujer estrelló”.
Otro trago de café, sintiendo cómo la amargura del líquido hacía juego con mis palabras.
—Sí. Hablo de ese príncipe azul… que resulta que está pintado con la sangre menstrual de su ex. El que llega a tu vida no con una maleta, sino con un trauma a cuestas más pesado que el equipaje emocional de todas las protagonistas de telenovelas juntas.
Me recosté en mi silla, preparándome para lo que venía.
—Y para que no digan que hablo sin saber, hoy les voy a contar la historia de mi breve, patético y educativo romance con “Marcos, el Proyecto”.
Acto I: El cazador de emociones heridas
—Conocí a Marcos en un momento de… vulnerabilidad post-desamor —admití, sintiendo cómo la vergüenza de esa época todavía me picaba—. O sea, estaba tan sola que hasta las sugerencias de amistad de Facebook me parecían interesantes. Él llegó con una sonrisa triste y unas palabras que, en ese entonces, me parecieron de una profundidad abismal. Ahora sé que era el manual de instrucciones del desastre.
Enrollé mis manos alrededor de la taza, buscando consuelo en su calor.
—Lo que él decía, y mi cerebro de idiota traducía:
Levanté un dedo.
—Él: “Es que salgo de una relación muy complicada. Ella… tenía muchos problemas.”
—Traducción Nia 2023: “Uy, qué sensible, qué maduro. No la critica.”
—Traducción Nia 2025: “Estoy justificando por anticipado mi incapacidad para comprometerme y te estoy preparando para que asumas el rol de terapeuta gratis.”
Levanté un segundo dedo.
—Él: “Necesito ir despacio, si no te importa. Mi corazón está… en reconstrucción.”
—Traducción Nia 2023: “Qué romántico. Un hombre que no quiere jugar.”
—Traducción Nia 2025: “Te estoy avisando que no voy a poner de mi parte, pero espero que tú pongas todo el esfuerzo emocional para ‘reconstruirme’.”
Un tercer dedo.
—Y mi favorita. Él: “Eres tan diferente a ella. Tan fuerte, tan segura.”
—Traducción Nia 2023: “¡Por fin alguien que me valora!”
—Traducción Nia 2025: “Perfecto, una mujer que no va a llorar cuando la trate como a la mierda porque ‘es fuerte’. Puedo descargar toda mi basura encima.”
Me reí, ese sonido amargo que ya era mi marca registrada.
—Y yo, como una imbécil, me lo creí. Me sentí elegida. La mujer tan increíble que había logrado sacar de su caparazón a un hombre herido. ¡Qué empoderamiento más falso, por Dios! No me estaba eligiendo a mí, estaba eligiendo un cubo para su vomitona emocional.
Acto II: La pesadilla del taller de reparaciones
—La relación con Marcos no era una relación —continué, sintiendo cómo la frustración de esos meses volvía a mí—. Era un turno de psiquiatría de urgencias veinticuatro siete. Nuestras citas no eran para reír o para follar como condenados. No. Eran sesiones de terapia donde yo era la Dra. Savage, sin título y sin cobrar.
Tomé otro sorbo de café antes de recrear la escena.
—Escena típica: Estamos cenando. Yo, con suerte, habré terminado de masticar. Marcos suspira profundamente, dejando el tenedor. “Hoy he pasado por el parque donde… bueno, donde solía ir con ella.”
Hice una pausa dramática.
—Silencio incómodo. Yo dejo de masticar, sintiendo la responsabilidad histórica de ese momento. “Oh… ¿y cómo te has sentido?”
Golpeé la mesa con la palma.
—¡MIENTRAS MI CEREBRO GRITABA: “QUE TE DEN POR CULO, MARCOS, ESTABA MUY BUENA LA HAMBURGUESA!”
Me reí de mí misma, sacudiendo la cabeza.
—Todo giraba en torno a su proceso de “sanación”. Sus miedos, sus inseguridades, sus “no sé si estoy preparado”. Yo era su paño de lágrimas, su red de seguridad, su cheerleader emocional. Le daba ánimos, le explicaba por qué era un hombre valioso, le construía la autoestima desde los cimientos… que otra mujer había dinamitado.
Mi voz se volvió más sombría.
—Y el sexo, ¡por Dios, el sexo! El sexo con un Sanador de Mierda Ajeno no es sexo. Es terapia física. Es un acto en el que él está ausente, probándose a sí mismo que todavía puede funcionar, y tú eres la herramienta para su validación. No hay pasión, hay… compasión con lubricante. Es deprimente.
Acto III: El despertar
—El punto de inflexión llegó un martes por la noche —dije, recordando ese momento con una claridad dolorosa—. Estaba en su casa. Él, una vez más, estaba sumido en sus cavilaciones sobre su ex. De repente, miró un jarrón feísimo que tenía en una estantería.
Imité su voz lastimera.
—“Ese jarrón… me lo regaló ella. Es horrible, ¿verdad? Pero no puedo tirarlo. Es como si fuera una parte de mi historia, ¿sabes?”
Me incliné hacia adelante, reviviendo ese momento de claridad absoluta.
—Y ahí, mirando ese jarrón que parecía vomitado por los ochenta, algo se rompió dentro de mí. No eran celos. Era fatiga. Fatiga absoluta. Era el hastío de estar viviendo en el museo de los recuerdos de otra persona.
Recreé la conversación, sintiendo cada palabra como si estuviera sucediendo de nuevo.
—Yo, en un tono plano, casi robótico: “Marcos. ¿Qué opinas de MI jarrón?”
—Marcos, confundido: “¿Tu… jarrón? ¿Qué jarrón?”
—Yo: “Exacto. No tengo un jarrón. Tengo una planta que se está muriendo porque la riego con restos de café. Tengo una colección de tazas de series que detestas. Tengo una personalidad, Marcos. Una que existe más allá de ser el contenedor de tu duelo.”
Tomé otro sorbo largo de café.
—Se quedó mirándome como si hubiera empezado a hablar en sánscrito. No me estaba escuchando. Estaba demasiado ocupado escuchando el eco de sus propios problemas.
Acto IV: La decisión salvaje
—Esa noche me fui a casa con una claridad brutal —continué, sintiendo todavía el alivio de aquella decisión—. No podía seguir así. No era su terapeuta, era su escombrera emocional. Y una escombrera, cuando se llena, se cierra.
Me enderecé en mi silla, preparándome para la mejor parte de la historia.
—Al día siguiente, lo llamé. No iba a ser una discusión. Iba a ser un comunicado.
—Marcos, con voz de víctima, ya preparado para otra sesión: “Hola, Nia. He estado pensando en lo de ayer y…”
—Yo, cortándole: “Marcos, cariño. Escúchame bien, que solo lo voy a decir una vez. No soy tu Centro de Reciclaje Emocional.”
—”¿…Qué?”
—“Que no voy a seguir procesando la mierda que tu ex dejó en tu cerebro. Llegaste a mí con un trauma, esperando que yo lo separara, lo lavara y te lo devolviera limpio y listo para usar. Pues no. Yo no soy el contenedor azul. Tengo mis propios traumas que atender, y son mucho más interesantes que los tuyos.”
Sonreí al recordar su reacción.
—Él empezó a balbucear. “Pero si yo te quiero, Nia.” “Eres lo mejor que me ha pasado.”
—”¡Claro que lo soy! ¡Soy la mejor cosa que te ha pasado POST-ella! Pero no quiero ser la ‘mejor cosa en tu etapa de mierda’. Quiero ser la ‘única cosa’. Y tú no estás listo para eso. Estás usando mi luz para buscar los monstruos que tu ex dejó bajo tu cama. Y yo, querido, no soy una linterna. Soy un puto foco de estadio, y merezco iluminar mi propio camino, no ayudarte a buscar tus peluches perdidos.”
Mi voz se endureció al recordar sus últimas palabras.
—“Eres una egoísta. No entiendes el dolor.”
Me reí con ganas.
—Yo, riéndome: “¡Lo entiendo perfectamente! Por eso sé que tu dolor es tu problema. Y mi paz es la mía. Y hoy, he decidido que mi paz vale más que tu comodidad. Adiós, Marcos. Y por favor, tira ese jarrón de mierda. O úsalo como urna para enterrar tu etapa de llorica.”
Hice una pausa dramática.
—Y colgué.
Respiré hondo, dejando que el silencio se instalara.
—La llamada más liberadora de mi vida. No fue un adiós a un hombre. Fue un hola a mi propia dignidad.
La crítica social: Por qué los “sanadores” son una epidemia
—Esto no es solo mi historia —dije, mi voz adoptando ese tono analítico que usaba cuando quería hacer un punto importante—. Es una epidemia. Y nace de dos lugares asquerosos:
Levanté un dedo.
—Primero: La Incapacidad Masculina de Autogestión Emocional. A los hombres no se les enseña a sanar, se les enseña a distraerse. Con deporte, con trabajo, con OTRA MUJER. Nosotras somos su servicio de curandería emocional gratuito. Llegan hechos polvo y esperan que nosotras, con nuestra magia vaginal y nuestro instinto maternal, los recompongamos.
Levanté un segundo dedo.
—Segundo: La Maldita Presión de la “Mujer Fuerte y Empática”. Nos han vendido que ser la “entendida”, la “que aguanta”, la “que cura”, es un valor. Puro capitalismo emocional. Nos convierte en mulas de carga de los sentimientos ajenos. Ser empática no significa ser un vertedero. Significa poner límites con más cariño, pero ponerlos.
Tomé otro sorbo de café, ya casi frío.
—El “Sanador” no te ve como a una persona. Te ve como una estación de paso. Eres el balneario al que va a recuperarse para salir fortalecido… y luego irse a jugar al golf. Tú te quedas con el agua sucia de sus heridas.
El manifiesto salvaje: Cómo identificar y expulsar a un sanador de mierda ajena
—Uno: La Bandera Roja de la Ex Omnipresente. Si su ex es el personaje principal de vuestra relación en los primeros tres meses, HUYE. No es un duelo, es una obsesión.
—Dos: El Monólogo del Dolor. Las conversaciones son ochenta por ciento él procesando su ruptura, quince por ciento tú consolándole y cinco por ciento temas actuales. Y ese cinco por ciento suele ser “¿qué cena pedimos?”.
—Tres: Te Halaga por tu “Fortaleza”. “Eres tan fuerte” es un código para “espero que aguantes mi mierda sin quejarte”.
—Cuatro: No Hay Espacio para Tus Mierdas. El día que tienes un problema, se sorprende, se incomoda o, directamente, lo minimiza. “¿Tú? ¿Un problema? Pero si eres la mujer más fuerte que conozco.” ¡CANCELADO!
—Cinco: La Prueba del Algodón: Habla de Futuro… Abstracto. “Me encantaría viajar contigo… cuando esté mejor.” “Sería genial vivir juntos… algún día.” Todo es condicional a su sanación. Nada es concreto.
Me incliné hacia adelante.
—¿Y si ya estás en una? La Guía de Desescombre:
—Pregunta Clave: “¿Qué espacio emocional estoy ocupando en tu vida: el de tu pareja o el de tu terapeuta?” Su respuesta, o su falta de ella, te lo dirá todo.
—Deja de Consolar, Empieza a Cuestionar. Cambia el “pobrecito” por “¿y qué vas a hacer tú para solucionarlo?”. Devuélvele la responsabilidad de su cura. Es suya.
—Establece un Tope de Terapia. “Tienes diez minutos para hablar de tu ex. Después, cambiamos de tema o me voy.” Verás cómo se seca el llanto.
—La Última Opción: La Evacuación. Si no cambia, si no te ve, si solo te usa… VETE. No eres un centro de rehabilitación. Eres un ser humano. Tu tiempo, tu energía y tu amor son demasiado valiosos para ser el yeso que sostiene el hueso roto de otro.
Dejé que mis palabras resonaran antes de continuar.
—Aprendí que no se puede construir un futuro con alguien que vive anclado en su pasado. Y que el amor no debería doler como una sesión de trabajo social no remunerado.
Mi voz se suavizó ligeramente.
—El verdadero amor, mis Salvajes, no es sobre sanar a alguien. Es sobre elegir a alguien que ya esté sano, o que al menos se esté curando sus propias heridas, no esperando que tú lo hagas por él.
—Tú mereces ser el destino, no el viaje. Mereces ser la obra de arte, no el andamio.
El cierre interactivo: El museo de los hombres rotos
—Y ahora, el momento catártico —dije, sintiendo una sonrisa genuina formarse en mis labios—. Abro el “Museo de los Hombres Rotos” para sus contribuciones.
—¿Han sido alguna vez el taller de reparaciones de un hombre? ¿Cuál fue el objeto más absurdo que asociaba a su ex? ¿El jarrón, la camiseta, la canción? ¿Cómo fue su momento “basta”?
Terminé mi café de un último trago largo.
—Envíenme sus historias. Las leeré en el próximo episodio. Necesitamos reírnos juntas de esta mierda, porque si no, lloramos. Y ya hemos llorado suficiente por hombres que no lo merecían.
Dejé que el silencio se instalara por un momento.
—Recuerden, mis Salvajes: Ustedes no son el after de la película de otra persona. Son el fucking estreno de taquilla de su propia vida.
Respiré hondo.
—Cuídense. O no. Pero, sobre todo, quiéranse lo suficiente como para no permitir que nadie les use de basurero emocional.
Susurré la última palabra
—Salvaje.
Puse la taza vacía sobre la mesa con un golpe suave pero definitivo. La música de cierre comenzó a sonar, un blues potente con una guitarra eléctrica que rasgaba con rabia y liberación.
Me recosté en mi silla y cerré los ojos, dejando que la música llenara el estudio. Había compartido una de mis historias más vergonzosas, más dolorosas. Pero también una de las más liberadoras.
Porque al final, reconocer que habías sido idiota era el primer paso para dejar de serlo.
Y yo ya no era el taller de reparaciones de nadie. Era mi propio proyecto de renovación, y estaba yendo bastante bien.