Salvaje

Capítulo 6: “El Circo de Valeria (Parte 1)”

El aroma del café con leche ya era tan familiar que casi formaba parte de la atmósfera de mi estudio. Esta vez lo necesitaba más que nunca. Ajusté el micrófono mientras la música de fondo—un tango caótico y disonante—llenaba el espacio.

—Bienvenidas al circo de los horrores sentimentales, mis Salvajes —dije, sintiendo ya el peso de la historia que estaba a punto de contar—. Hoy les voy a contar una historia tan enredada, tan llena de malas decisiones y contradicciones, que hará que la trama de Crepúsculo parezca un documental de National Geographic.

Tomé un sorbo largo de café, preparándome mentalmente.

—Les presento a Valeria, mi amiga, el campo de batalla. La mujer que convirtió su vida amorosa en un juego de tronos de mierda, donde todos pierden, especialmente su sanidad mental.

Me acomodé en mi silla, sintiendo la necesidad de advertir a mi audiencia.

—Esto es tan jugoso que necesitamos dos episodios. Hoy, el prólogo de la tragedia.

Acto I: El Papá Noel sexual

—Todo empezó cuando nos graduamos de la universidad —comencé, recordando aquellos años con una mezcla de nostalgia y horror—. Mientras el resto buscábamos trabajos de mierda y compartíamos piso con arañas, Valeria encontró… un hombre. No un chico. Un hombre. Con H mayúscula, canas en las sienes y un divorcio a sus espaldas. Roberto, veinte años mayor que ella.

Hice una pausa para que eso se asentara.

—Sí, lo han oído bien. Cuando ella tenía veintidós, él tenía cuarenta y dos. Y no era un George Clooney. Era más bien un… contable con ambiciones de gurú del wellness.

Me reí de mí misma al recordar mi ingenuidad de entonces.

—Yo, en mi infinita sabiduría de esa época, pensé: “Bueno, es una fase. Está buscando una figura paterna. O quizá es que le gusta que le paguen la cuenta con tarjeta gold.” Seamos sinceras, a los veintidós, un hombre que tiene puntos en el carnet de conducir te parece un anciano sabio.

Tomé otro sorbo de café antes de continuar con la parte más incómoda.

—Lo más gracioso—y lo más incómodo—eran sus hijos. Dos chicos que, en ese momento, tenían dieciséis y dieciocho años. Casi de la edad de Valeria.

Me reí con ganas, recordando esas salidas surrealistas.

—Las salidas eran un espectáculo antropológico. Íbamos a un restaurante y el camarero, con toda la buena fe del mundo, le decía a Roberto: “¡Qué hijas más bellas tiene, señor!”

Golpeé la mesa suavemente.

—Yo me tenía que morder el interior del carrillo para no soltar una carcajada que rompiera los cristales. Valeria se ponía color tomate. Roberto, el muy cretino, sonreía con orgullo y no decía NADA. No corregía NI UNA SOLA VEZ. “Sí, son mi orgullo,” debe de haber pensado. ¡Era un hombre que paseaba con su hija-novia y su hija-amiga! Era turbio, era raro, y era gratis.

Suspiré, recordando mi silencio cómplice.

—Yo, como buena amiga, me callé. ¿Por qué? Porque en ese momento, Valeria parecía feliz. Él le daba “estabilidad”. O sea, le pagaba el alquiler y no jugaba a la PlayStation hasta las tres de la mañana. El listón estaba en el infierno, pero ella saltaba por encima.

Acto II: La jaula dorada

—Con los años, Roberto se convirtió en esposo. Y la “estabilidad” empezó a oler a… control —dije, sintiendo cómo mi tono se volvía más serio—. El hombre era celoso y posesivo. No quería que saliera mucho con nosotras, revisaba su teléfono, se ponía de morros si llegaba diez minutos tarde. La típica mierda disfrazada de “te cuido”.

Me incliné hacia el micrófono.

—Y aquí, Valeria se quejaba. ¡Y con razón! “Es que no me deja vivir, Nia,” me decía. “Siento que no puedo respirar.”

—Y yo, como una idiota, le daba palmaditas en la espalda y le decía: “Amiga, eso no es normal. Eso es tóxico. Tienes que poner límites.” La animaba a que buscara terapia, a que recuperara su independencia. La estábamos preparando para que SALIERA de esa jaula.

Tomé otro sorbo de café, preparándome para la parte más frustrante.

—Pero he aquí que la vida, y el coeficiente intelectual emocional de Valeria, tenían otros planes.

Acto III: El “liberador”

—Valeria consiguió un nuevo trabajo. Y ahí conoció a Javier. Un tipo… de su edad, más o menos. Por fin, ¿no? Un igual. Alguien con referencias culturales similares, que no habla de la hipoteca como si fuera un tema sexy.

Hice una pausa dramática.

—PERO. Siempre hay un “pero” del tamaño de un elefante.

—Javier no viene solo. Viene con… cuatro hijos. CUATRO. Es como llegar a una primera cita y que te entreguen un currículum vitae de responsabilidades parentales. Y, por si fuera poco, tiene mujer. Sí. Estaba casado. Un hombre del montón, con una familia numerosa y una boda por detrás.

Me reí con amargura.

—¿Y cuál es la personalidad de este príncipe azul? Pues, según Valeria, es… celoso y posesivo. Pero esperen, que esto es lo bueno.

Golpeé la mesa con más fuerza esta vez.

—CON ROBERTO, el marido, LOS CELOS LE FASTIDIABAN. CON JAVIER, el amante, LOS CELOS… LE GUSTAN.

Dejé que el silencio se instalara, permitiendo que la estupidez de esa afirmación resonara.

—Se lo juro por mi colección de tazas frikis. La misma actitud que le parecía asfixiante en su marido, en su amante le parece… “una prueba de lo mucho que le importo”.

Imité su voz, llena de frustración contenida.

—Cuando Roberto le pregunta “¿dónde estás?”, ella rueda los ojos y me manda un audio de diez minutos quejándose. Cuando Javier le exige que le mande una foto para saber “con quién está”, ella se sonroja y dice: “Es que es tan apasionado.”

—¡¿QUÉ?!

Tomé otro sorbo largo de café, necesitando el consuelo de la cafeína.

—Es la paradoja de la estupidez romántica. Lo que en casa es un delito, en la calle es una virtud. Es como si te quejaras de que tu perro orina en la alfombra, pero si un lobo entra en casa y lo hace, dices: “¡Qué auténtico! ¡Qué conexión con la naturaleza!”




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