Salvaje

Capítulo 7: “Valeria y el Arte de Sabotearlo Todo (Parte 2)”

El café con leche de hoy estaba más amargo de lo usual. O tal vez era solo el sabor que dejaba contar esta historia. Ajusté el micrófono mientras la música de fondo—un blues lento y desencantado—llenaba mi estudio.

—Bienvenidas de nuevo al tren del desastre, mis Salvajes —dije, sintiendo el peso de lo que estaba a punto de compartir—. Si recuerdan, la última vez dejamos a mi amiga Valeria en una encrucijada digna de un culebrón venezolano: atrapada entre su marido celoso Roberto, su amante igual de celoso Javier—el de los cuatro hijos y la mujer—y su total incapacidad para tomar una decisión que no fuera empeorar las cosas.

Tomé un sorbo largo de café, necesitando el consuelo de la cafeína.

—Pues abróchense los cinturones, porque el viaje hacia el fondo del pozo acaba de comenzar. Hoy: “Valeria y el Arte de Sabotearlo Todo, Incluida Nuestra Amistad”.

La “buena influencia”

—Después del desastre con Javier, Valeria hizo algo que parecía sensato: se alejó de él y renunció a la empresa donde trabajaba. ¡Bravo! Un destello de lucidez. Pensé: “Bien, ahora toca tocar fondo y luego la reconstrucción.”

Me recosté en mi silla, recordando esos días con una mezcla de ternura y frustración.

—Yo, como la amiga leal y un poco masoquista que soy, me convertí en su visitadora oficial. Iba a su casa con vino, películas malas y escuchaba sus monólogos de culpa y arrepentimiento. Era como ser la terapeuta de un personaje de Dostoyevski, pero con mejor maquillaje.

Sonreí al recordar mi intento de ayudarla.

—Un día, intentando sacarla del agujero, la invité al gimnasio. “Vamos, endorfinas, salud, todo eso.” Ella aceptó, contenta.

Mi sonrisa se desvaneció.

—Y entonces, entró en escena el villano de esta temporada: Roberto, el Esposo Resentido.

Golpeé la mesa con frustración contenida.

—El muy cabrón tuvo el descaro de enfadarse… conmigo. Sí, a mí. Le dijo a Valeria que yo era una “mala influencia”. ¿Su lógica? Que yo la estaba “alejando de él” y “llenándole la cabeza de ideas”. Las “ideas”, por supuesto, eran conceptos revolucionarios como “salir de casa” y “sudar un poco”.

Me reí, un sonido seco y sin humor.

—¡Por favor! La ironía era tan densa que se podía cortar con un cuchillo. El tipo que la aislaba, controlaba y asfixiaba, acusándome a mí de ser tóxica. Era como si un pirómano te acusara de secar el bosque.

Tomé otro sorbo de café.

—¿Y saben qué hice cuando Valeria me lo contó, con esa carita de “perdona, Nia, es que es muy sensible”? Me volví la mala influencia oficial. Me dediqué a invitarla al gym, a cafés, a paseos, con más ahínco. Si mi amistad le molestaba tanto al señor controlador, era porque algo bueno estaba haciendo. Era mi pequeña rebelión. Mi manera de decir: “Este territorio no es tuyo, capullo.”

El rebote

—Valeria, en su proceso de “sanación”, me confesó que extrañaba a Javier. Claro, porque extrañar a un hombre casado con cuatro hijos es un síntoma de salud mental avanzada.

Me incliné hacia el micrófono, sintiendo cómo la frustración volvía.

—Pero he aquí que apareció un nuevo juguete en el parque: “Chico Rebote”. Un tipo de su edad, sin hijos, sin esposa… y, aparentemente, sin drama. Al principio, pensé: “Por fin, algo normal.”

Hice una pausa dramática.

—Me equivoqué. Lo normal dura poco en el ecosistema de Valeria.

—Resulta que empezó a acostarse con él. Y aquí, mis Salvajes, debo hacer una pausa para mi declaración oficial sobre los cuernos:

Mi voz se volvió más seria, más firme.

—Yo lo veo mal. Punto. Mentir, engañar, jugar con la confianza de alguien… me parece de una bajeza moral inmensa. Es de cobardes. Si no eres feliz, te plantas, terminas lo que tienes, y luego, con las manos limpias, empiezas algo nuevo. Esto de ir probando mercancía mientras mantienes el seguro en casa es de miserables.

Tomé otro sorbo de café antes de continuar.

—Se lo dije. Su respuesta fue un clásico del manual de los infieles: “Es que si Chico Rebote quiere algo serio, me planteo dejar a Roberto.”

—¡¿QUÉ?!

Golpeé la mesa con más fuerza.

—Otra vez. La misma puta estrategia. Usar a un hombre externo como palanca para salir de la relación. Es como si no pudiera caminar sola. Necesita que otro hombre le tienda la mano para saltar del barco en el que ya no quiere estar.

Mi voz adoptó un tono de incredulidad absoluta.

—Pero el colmo de los colmos fue la justificación moral: “No puedo dejar a Roberto ahora… ¡porque está sin trabajo! ¡Y luego la gente va a decir que lo dejé porque no tenía dinero!”

Dejé que el silencio se instalara, cargado de furia contenida.

—¿Lo oyen? El terror al qué dirán. Prefiere vivir una mentira, destrozar a su marido—que, ojo, no es una santa paloma, pero merece la verdad—y jugar con los sentimientos de otro, antes que soportar el juicio de una sociedad a la que le importa un bledo su vida.

Me recosté en mi silla, sintiendo el peso de esta revelación.

—La prioridad no era su felicidad, ni su integridad, ni siquiera el bienestar de Roberto. Era la fachada. Mantener las apariencias. Parecer la esposa leal y compasiva, aunque por dentro fuera un nido de víboras y por fuera se estuviera acostando con el primero que le sonreía.

El círculo se cierra

—Como era de esperar, Chico Rebote, cansado de ser el amante secreto de una mujer que no se decidía, desapareció. Y Valeria, en lugar de verlo como una consecuencia lógica de sus actos, volvió arrastrándose a Roberto.

Imité su voz con un tono de burla amarga.

—“Quiero hacer las cosas bien,” dijo. “Voy a concentrarme en mi matrimonio.”

Tomé otro sorbo de café, ya tibio.

—Encontró otro trabajo. Y adivinen qué había al frente: otro chico. Y este, oh sorpresa, tenía novia. Pero a Valeria le gustaba. La atracción del prohibido, la emoción del riesgo. Era como un alcohólico trabajando en una destilería.




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