—Cariño, me duelen muchísimo los huesos, necesito mi medicación, no puedo siquiera permanecer de pie sin ella—dice mi madre en el audio que me ha enviado mientras me como la cabeza considerando qué alternativa existe para brindarle la ayuda que necesita sin meterme en otro problema al resolver lo suyo. La preocupación y la urgencia en su voz me atraviesan el alma así que no puedo hacer caso omiso de lo que me pide.
Pawel no está en casa y, aunque siempre vigila mis movimientos, puedo simular que salgo a correr por los alrededores del barrio. Así, espero calmar sus teorías conspirativas y que no pida revisar las cámaras de seguridad una vez más ya que no tardaré. Prefiero afrontar luego algo que ya nos conflictúa y es conocido para ambos, así que aprovecho la oportunidad de salir con ropa deportiva, como si todo fuera normal.
Al momento de pedir un coche para ir a la farmacia, todo se siente tan ajeno a la realidad que me pone un poco fóbica afrontar el mundo exterior. Cada paso se siente como una batalla contra un enemigo invisible tras tanto tiempo sin salir siquiera a hacer las compras desde la última vez que intenté ir a correr por el vecindario fuera.
—Vuelvo en un momento breve—le prometo al guardia de la entrada, tratando de sonar más tranquila de lo que realmente me siento. O para darle un motivo a él en caso de que Pawel quiera comunicarse para retrucar algo.
—¡Sí, por favor, adelante!—responde él, con una sonrisa que está intentando ser reconfortante.
—Prometo no demorar, ya vuelvo—repito, más para mí misma que para él.
—¡Sí, puede tomarse el tiempo que sea necesario, señora!—insiste.
—¡Muchas gracias, gracias en verdad!—digo, agradecida por su comprensión.
—Que tenga un día espléndido—añade, deseándome lo mejor.
Al subir al coche y andar carretera arriba hasta la avenida principal que me conduce a mi objetivo, la ciudad parece ajena a mi dolor. Las personas caminan despreocupadas por las calles de Warszawa, los autos pasan cada uno a su velocidad, en su propio universo, ajenos a la tormenta que se desata en mi interior.
Cada rostro que veo a través de la ventana del coche es una burla silenciosa a mi angustia, todos lidiando con sus propios problemas.
En cuanto llego al vecindario de apartamentos donde vive mi madre, ella me recibe con una mezcla de alivio y preocupación, también dolor.
—Cariño, al fin, no sabes cuánto me duele el cuerpo.
—Lo siento, mamá. Prometo que seré ágil, me espera un coche abajo que he pedido para hacer tu recado.
—Sí claro… Un momento, tienes un rasguño en la mejilla—me dice, con un tono que intenta ser casual pero no puede ocultar su inquietud.
—¡Ah! Sí, se me cayó un libro mientras limpiaba la biblioteca de casa—me excuso, sin darme cuenta de que apenas me he mirado al espejo en lo que va del día. Es como si no tuviera sentido alguno estar atenta a mi aspecto; solo debo estar presentable para Pawel o dentro de lo que él considera que debe ser una mujer digna de respeto.
Y yo sé que este rasguño me lo hizo el libro, pero que me arrojó anoche a la cara. La memoria de ese momento me atraviesa como un cuchillo.
—Llevo la autorización y compro la medicina, vuelvo lo más rápido que puedo—le aseguro a mi madre, con la esperanza de llegar luego a casa antes que Pawel.
Pero el destino no está de mi lado.
La farmacia que recibe las órdenes de la prestadora de servicios de salud está repleta. Las colas interminables parecen una prueba de mi paciencia y mi resistencia. Debo pedirle al coche que me espera fuera que se vaya y luego me veo en la obligación de solicitar otro que se toma también su tiempo. O será que cada segundo que pasa me resulta interminable. Termino gastando muchísimo dinero en transporte al momento de llevarle la medicina a mi madre y luego volver a casa, sumando el tiempo que se duplica a lo que tenía pensado para regresar finalmente al barrio.
Cuando abro la puerta de casa, lo veo ahí, esperándome. Su rostro es una máscara de furia contenida que me paraliza. No hay palabras, solo un silencio ensordecedor que anuncia la tormenta.
Él me espera con una taza de café humeante en las manos, apoyado en la barra del desayunador. Mi corazón está a punto de detenerse del pavor que me genera. No puede ser, debería estar trabajando aún, pero claro, él es el jefe, no le cumple horarios a nadie. Bueno, es su casa, está claro que puede venir cuando quiera, pero todo indica que ha venido con otros objetivos.
—¿Dónde estabas, Madalina?—me pregunta, su voz es un hilo tenso a punto de romperse. Intento explicarle, pero las palabras no salen. Mi boca se seca, el corazón me late con fuerza, el pánico me envuelve.
—Yo... Tenía que llevarle la medicina para los huesos a mi madre, sabes de su enfermedad y la necesi…
Antes de que pueda reaccionar con lo que está sucediendo, siento la taza estallar contra la pared a mi lado y suelto un grito, sintiendo que el café caliente me salpica la cara y los brazos al intentar cubrirme en respuesta a mi instinto de supervivencia.
Pawel se levanta con una furia desbordante. Y grita.
—¡¿En serio quieres que te crea?! ¡Ja, claro que “medicinas”! ¡Con ropa de deporte!
—¡Ay, Pawel, me has quemado!—exclamo, tratando de retroceder. Camina hacia mí con una determinación aterradora y yo intento ir en dirección contraria para mojarme con agua fría el brazo que me ha quedado ardiendo por culpa del café.
—¡¡Vas a seguirme mintiendo!! ¡¡Con todo lo que yo hago por ti!!—grita y su voz resuena en cada rincón de la casa. Un vez que llego al lavatorio para meter mi mano bajo el grifo, él me sujeta por el cuello desde atrás, apretando con fuerza.
—¡¡AY!! ¡¡LO SIENTO!! ¡¡ME DUELE!!—grito, con lágrimas en los ojos. —¡¡SABES CÓMO ME DUELE QUE ME HAGAS ESTO!! ¡¡LO HAGO TODO POR TI, SABES CUÁNTOS PROBLEMAS HE DEJADO EN MI TRABAJO PARA VENIR A VER QUÉ DIABLOS ESTABAS HACIENDO!! ¡¡Si te había pasado algo, te habías accidentado en la casa, quién sabe lo que estaba sucediendo!!