No sé cuánto tiempo ha pasado. La oscuridad me rodea y la sensación de flotar en un vacío interminable me resulta abrumadora. ¿Estoy muerta? No siento dolor ni miedo, solo una paz inquietante que no parece real. Lentamente, empiezo a escuchar voces, débiles al principio, pero cada vez más claras. Intento abrir los ojos, pero mis párpados son pesados como plomo. Poco a poco, la luz se filtra a través de mis párpados entreabiertos. Estoy en una habitación blanca, estéril, con el olor característico de un hospital.
—Madalina, estás a salvo—una voz familiar me susurra al oído.
Parpadeo y veo a una mujer a mi lado, sus ojos llenos de preocupación y amor. Al principio, no la reconozco, pero su presencia es reconfortante. Me doy cuenta de que estoy viva, que he sobrevivido.
—¿Mamá?—logro preguntar, mi voz débil y ronca.
Las lágrimas llenan mis ojos mientras la realidad se asienta en mi mente. Estoy viva y eso es lo que importa.
Dios, ¡no! Pawel se va a enterar y se pondrá furioso. Me exalto, pero no consigo hacer que esto me ayude sino que contrarresta a mi estado.
—¡Ay!—me quejo por el ardor.
—Despacio, cielo. Estás muy herida.
—Mamá, me caí por la escale…
—No tienes que mentirme de nuevo—dice ella entre lágrimas—. No puedo creer cómo te dejé ir cuando me había dado cuenta de lo que estaba pasando.
Cada respiración es un esfuerzo y cada movimiento me resulta una fatal agonía. Estoy viva, sí, pero destrozada en cuerpo y alma. La habitación del hospital es fría y despersonalizada, pero me siento más segura aquí que en la opulenta prisión que Pawel había convertido en lo que alguna vez fue nuestro hogar.
La miro con cierto dolor.
—No es lo que crees—le aseguro.
—Lo encontraron. Encontraron al idiota ese de Pawel dándote una terrible paliza. Cielo santo, quiero…matarlo yo a él con mis propias manos—. Y yo preocupada por mi dolor de huesos cuando tú estabas sufriendo, quién sabe lo que has estado pasando. Qué idiota fui, perdóname, cielo. Por favor, perdóname.
—Gracias, mamá—digo, mi voz es apenas un susurro—. Pero no tienes que preocuparte, porque fui responsable de todo lo que ha pasado.
Ella asiente, su mano se siente cálida sobre la mía.
—No tienes que agradecerme, hija. Menos aún de hacerte responsable de nada. Solo lamento no haber llegado antes ni haber impedido que te suceda lo que te sucedió. Te aseguro que ese idiota no va a volver a acercarse a ti.
El silencio se cierne sobre nosotras, pesado y lleno de lo no dicho.
Rompo a llorar.
Las lágrimas fluyen libremente, casi imposible de controlar, van mezclándose con el dolor que me consume.
—¿Cómo pude llegar a esto?—sollozo, repasando cada momento—. Cielos, cada palabra es una puñalada de angustia.
—Lamento no haberte ayudado todo lo que necesitaste cuando…cuando estaba a tiempo y…ay, amor, lo siento—ella también es un mar de lágrimas.
—No es tu culpa, mamá—respondo, aunque ambas sabemos que ninguna de las dos se librará fácilmente del peso de lo ocurrido.
—Pero, mamá, ¿cómo me encontraron? Alguien entró en la casa, ¿qué fue lo que sucedió realmente?