—Lo estás haciendo muy bien, Madalina—me dice el fisioterapeuta. Su voz suave y tranquilizadora, intenta penetrar en la tormenta de emociones que agitan mi mente mientras realizo los movimientos acorde a sus indicaciones. Cada palabra suya es un intento de consuelo, un bálsamo para la ansiedad que amenaza con consumir mis pensamientos. Trato de aferrarme a su voz como si fuera una cuerda de salvamento en medio de un mar embravecido, pero la realidad del dolor físico y emocional sigue siendo un obstáculo inmenso.
—Muy bien, eso es.
—Me duele, me duele.
—Un poco más, tu puedes, Madalina.
Los primeros ejercicios son un auténtico infierno. Cada estiramiento y cada movimiento envían olas de dolor a través de mi cuerpo, como si fueran latigazos que se multiplican y rebotan en mis músculos y huesos, resonando en mi ser con una intensidad que me deja sin aliento. Mis costillas, aún frágiles y doloridas, protestan vehementemente con cada respiración profunda que intento ante el entumecimiento de mis músculos y mis huesos luego de la golpiza que sufrí. El simple acto de respirar se convierte en una prueba de resistencia ante las magulladuras en mis costillas, cada inhalación es como una puñalada que me recuerda mi vulnerabilidad. Siento lágrimas de frustración y dolor correr por mis mejillas, ardientes y saladas, pero me obligo a seguir adelante, a no dejarme vencer por el sufrimiento que me consume. El fisioterapeuta sigue dándome ánimos, sus palabras son un tenue rayo de luz en un cielo oscuro y tormentoso, pero la batalla es dura y parece interminable.
Mi madre me espera fuera, su presencia es un ancla en medio de este mar de dolor. Pero la situación es incómoda y desgarradora, porque sé que está enferma, que tiene tantas preocupaciones y responsabilidades respecto a su propia salud. La veo desde la distancia, su figura encorvada y su rostro cansado, me duele profundamente saber que está sacrificando su bienestar por el mío. Esa realidad me duele casi tanto como las heridas físicas que estoy tratando de sanar. Ella debería estar cuidándose, en casa, tranquila, no aquí, soportando el peso de mi sufrimiento junto con el suyo. La culpa y la tristeza se mezclan en mi interior, creando un torbellino de emociones que apenas puedo controlar. Un hijo debería dar calma y bienestar a sus padres, no más problemas de los que ya debe de lidiar.
Después de la agotadora sesión de rehabilitación fisiológica, me llevan a realizar estudios neurológicos. El ambiente del hospital, con sus luces brillantes y los constantes pitidos de las máquinas, me resulta un poco abrumador. El doctor examina mi cabeza con una preocupación evidente, su mirada se tiñe de seriedad al observar los resultados de los golpes que recibí. Las luces me ciegan y los sonidos penetran mi mente, llenándola de un miedo creciente. ¿Y si hay algún daño permanente? El pensamiento me aterra. Y lo del bebé... por todos los cielos, aún no sé qué consecuencias podría traerme esta situación, y las decisiones que deberé tomar me atormentan sin cesar. Las dudas y los miedos se arremolinan en mi mente, creando una maraña de incertidumbre que parece imposible de desenredar.
—Tranquila, Madalina. Esto es solo para asegurarnos de que estás bien—dice el doctor, su voz es un intento de calmar la tormenta que ruge dentro de mí. Sus palabras son reconfortantes, pero el miedo no desaparece del todo.
Los estudios parecen interminables. Me siento vulnerable, expuesta, como si cada máquina y cada susurro entre los médicos fueran juicios silenciosos sobre mi condición. Les he escuchado murmurar acerca de cómo me sucedió esto, algunos piensan que fue un accidente de coche, pero al caer en la cuenta de la realidad, se limitan a seguir mi historial médico de ayuda en el tejido social y mi salud psicológica.
El doctor se acerca, su rostro es serio pero no alarmante. Sus ojos reflejan una mezcla de profesionalismo y empatía. Veo en su mirada una chispa de esperanza que trato de aferrar, pero el miedo sigue presente, como una sombra que se niega a disiparse.
—Madalina, no encontramos ningún daño neurológico significativo. Parece que has tenido mucha suerte—advierte, su tono un alivio momentáneo en medio de mi sufrimiento. Sus palabras son como una bandita para mi alma herida, una pequeña victoria en medio de esta batalla interminable.
Una vez que estoy fuera, en la sala de espera de la clínica nuevamente, me encuentro con la sorpresa del rostro de mi madre.
Se la ve agobiada.
—Siento la demora, mamá. Pero dicen que me pondré bien pronto.
Algo me indica que no van bien las cosas. Su expresión es de puro pavor, sus ojos hinchados por las lágrimas que corren libremente por sus mejillas. Me acerco a ella, tratando de ofrecerle el consuelo que ella siempre me ha dado, pero sus palabras me dejan helada.
—Pawel…ya está en libertad—me dice entre sollozos, su voz está quebrada por el miedo y la desesperación.
—Mamá—murmuro, buscando darle tranquilidad—, no tienes que preocuparte, estaré bien. ¿Vamos a casa?
—Hija, ese hombre es el demonio.
—¿Cómo te enteraste?
—Me acaba de avisar la trabajadora social que tiene tu caso, cielo.
—Oh. Bueno, mamá, es importante que estemos juntas y no pensemos en eso por el momento. No puedes preocuparte más de lo que ya estás.
—Veo que siguen las buenas noticias.
La voz me alcanza desde atrás.
Ahí viene él, con las manos en los bolsillos de su bata y su sonrisa que ilumina el pasillo entero, acompañando esos ojos claros como el océano.
—Doctor—murmuro al ver a Nikodem acercarse.
—Pude escapar un momento, es una mañana ajetreada.
—Gracias por hacer este espacio en su itinerario.
—Descuida, trabajo aquí.
Cuando Nikodem me encontró, me trajo a la clínica de nivel donde ejerce en tanto psiquiatra así que tengo alguna ventaja en tanto a prioridades dentro del lugar, pero la ventaja también me la da el seguro médico de Pawel.