Sálvame

13. Amores ciegos

 

El auto de Pawel avanza lentamente por las calles, y mi mente está en un torbellino de emociones mientras voy sentada en el lugar de copiloto. Pawel, al volante, intenta mantener una conversación tranquila, pero su voz está cargada de tensión. Cada palabra suya es un intento de convencerme de regresar a casa, de volver a la vida que una vez tuvimos, pero la sombra de su violencia está siempre presente, oscureciendo sus intentos de mostrar un rostro amable. Aún no me termino de creer que esté considerando la alternativa de regresar con él, pero es cierto, está sucediendo y la parte de mí que señala a veces que es la mejor alternativa va ganando batalla en mi consciencia.

—Madalina, sabes que no quise hacerte daño—dice Pawel con sus dedos tamborileando nerviosamente en el volante—. Podrías haber usado un poco de maquillaje, digo, no es que lo necesites, eres hermosa, pero yo no te hice todo eso, por todos los cielos. Si viste en el estado que yo estaba tendrías que haberte ido, haberme dejado ahí mismo, ¿por qué permitiste eso?

—No es mi culpa que me hayas golpeado como lo hiciste, Pawel—le digo casi sin dudarlo y rápidamente me apresuro a corregirme—: Quizá sea cierto que el asunto aquí es de nosotros dos y no quiero que terceros se vean involucrados, pero en caso de que regresemos quiero que las cosas sean de la mejor manera posible y… quizá no estoy lista para considerarlo siquiera.

Miro por la ventana, las luces de la ciudad pasan en un borrón mientras trato de ordenar mis pensamientos. La idea de regresar a casa con Pawel me llena de pavor. Cada golpe, cada insulto, cada momento de terror está grabado en mi memoria, y no puedo simplemente borrarlos.

—Te aseguro que esto va a mejorar y que me ganaré nuevamente tu corazón, Madalina. Como un galán de telenovela.

—Pawel, no es tan sencillo—respondo finalmente, deteniendo sus intentos de galantería, mi voz apenas un susurro. Siento el nudo en mi estómago apretarse aún más—. Hay cosas que no se pueden deshacer, pero también estoy intentando mi propio proceso.

—Lo sé, lo sé—dice rápidamente, casi desesperado—. Pero he estado yendo a terapia, hablando con profesionales. Estoy trabajando en mis problemas. Por favor, solo dame una oportunidad para demostrar que puedo ser mejor.

—¿Has empezado terapia? ¿En serio?

—Sí, mi terapeuta dice que le gustaría una entrevista contigo así puede reportar mis avances.

—Apenas han pasado ¿cuántos? ¿Tres días? ¿Para cuatro? No hay avances terapéuticos tan veloces, Pawel.

—Le he pedido verlo tres veces por semana para que mi progreso sea lo más exponencial que se pueda.

El auto se detiene en un semáforo, y Pawel se gira hacia mí, su rostro una máscara de súplica. Veo en sus ojos una mezcla de arrepentimiento y desesperación, pero también hay una sombra de algo más, algo que me hace dudar de su sinceridad.

—No puedo volver contigo ahora—digo, tratando de mantener mi voz firme—. Necesito tiempo para sanar, para encontrarme a mí misma de nuevo. No puedo hacerlo si estoy contigo.

El semáforo cambia a verde y Pawel suspira, volviendo la vista al frente mientras el auto arranca de nuevo. El resto del viaje transcurre en un tenso silencio, solo roto por los ruidos de la ciudad a nuestro alrededor.

Finalmente, llegamos a la casa de mi madre. Pawel se detiene frente a la entrada y apaga el motor. Me mira con una expresión mezcla de resignación y esperanza.

—Tengo algo para ti—dice, alcanzando el asiento trasero y sacando mi computadora portátil—. Sé cuánto significa para ti escribir. Pensé que quizás esto te ayudaría a seguir adelante con tu libro.

Miro la computadora, un objeto tan familiar y reconfortante en medio de todo este caos. La tomo con manos temblorosas, agradecida por el gesto, aunque confusa por sus intenciones. Antes no veía seriamente mi amor por la escritura y la lectura, ahora todo es tan diferente que me resulta muy complejo aguantar mis ganas de asimilar que puede que efectivamente esté teniendo un cambio.

—Gracias, Pawel—murmuro, sin saber qué más decir. La computadora representa una parte de mi vida que quiero recuperar, una parte que me da esperanza y propósito, además de que es riesgoso que él lea lo que dicen las páginas del libro; tarde o temprano puede que lo sepa si se publica—. Gracias por esforzarte.

—Espero que puedas encontrar en tu corazón la capacidad de perdonarme algún día—dice con su voz baja y llena de una tristeza evidente—. No puedo cambiar el pasado, pero quiero ser mejor en el futuro.

Asiento, sin comprometerme a nada. No estoy lista para tomar decisiones definitivas, no ahora. Necesito tiempo, espacio, y sobre todo, necesito sentirme segura.

—Cuídate, Pawel—digo, abriendo la puerta del auto y saliendo con la computadora en mis manos. Él se queda allí, observándome mientras camino hacia la puerta de la casa de mi madre. No me giro para mirarlo de nuevo, sé que se quedará ahí en vísperas a que cambie de opinión.

Sin embargo, antes de cerrar la puerta, observo que un coche aparca en la entrada a la casa de mi madre.

Justo detrás del de Pawel.

Y lo reconozco.

El corazón se me viene a la garganta en cuanto observo que Nikodem baja del auto y Pawel del suyo también, ambos con brazos en jarras y a punto de desatar una nueva guerra mundial.

 




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