Sálvame

35. No estás sola

Llego a la comisaría sabiendo que esto es injusto y que no estoy sola, que las cosas han cambiado y que no puedo quebrarme más.

Cuando ya te has roto una suficiente cantidad de veces, sabes que no eres más que pedazos y luego polvo y solo queda una opción: armarte una vez más.

Cada paso que doy resuena en mi cabeza como un eco ensordecedor, un recordatorio constante de lo que está en juego. A mi lado, Nikodem y el abogado se mantienen en silencio, pero su presencia es como un ancla que me mantiene caminando en medio de la tormenta.

Ambos me miran con ojos que no necesitan palabras para expresar su apoyo; su sola compañía me recuerda que no estoy sola en esta batalla, una batalla que, por primera vez, siento que puedo ganar porque ya he sufrido sola el suficiente tiempo como para entender que el soporte ante el dolor se traduce en coraje y amor.

—¡Madalina, eres fuerte!

—Vas a poder salir de esta.

—Sigue adelante, cielo.

Hay personas alrededor que se han acercado mientras me ingresan y no las conozco, pero los medios de comunicación y las redes sociales se han encargado de hacer lo suyo. A final de cuentas, la denuncia pública tuvo sentido.

El frío del lugar se cuela en mis huesos en cuanto cruzo la puerta de ingreso. Las paredes grises, casi lúgubres, parecen cerrarse sobre mí con cada respiración. El olor a desinfectante es penetrante, casi como una advertencia de que aquí, en este lugar, la limpieza es solo superficial.

Siento cómo las miradas de los policías se clavan en mí ya que no soy bienvenida, solo están juzgándome ya que sus cargos de trabajo tienen cierta dependencia de lo que Pawel y su familia determinen ya que su injerencia es inquebrantable en este sector; aun así me obligo a mantener la cabeza en alto.

No sé si tenga mucho sentido venir a dar una explicación de mi historia personal a este lugar, pero sí tengo garantías de que allá afuera sí hay quienes me escuchan y así pueda incidir en que una persona consiga salir de su círculo de violencia, habré ganado en esta batalla.

No puedo dejarme vencer.

Por ellos.

Por mí.

Por los que amo.

El abrazo de Nikodem cuando me salvó me ha anclado a la oportunidad de dar batalla y no puedo caer ahora.

Nikodem aprieta mi mano suavemente, transmitiéndome una fuerza silenciosa que se desliza por mis venas como una inyección de valor.

—Te quiero, Madalina—murmura Niko; su voz es baja pero llena de determinación, mientras nos encaminamos hacia la sala de declaraciones. Es un gesto pequeño, pero en este momento, significa el mundo para mí.

El abogado, un hombre de mirada serena y voz imperturbable, me guía a través del proceso con una calma que me resulta reconfortante. Me siento como una niña perdida que ha encontrado a un guía en medio de una calle plagada de rostros desconocidos. Estoy nerviosa, sí, con el estómago revuelto y las manos sudorosas, pero aún así me siento y comienzo a dar mi declaración con cierta idea de que no les importa en absoluto. Las palabras se deslizan de mi boca como fragmentos de vidrio, una en una de manera afilada y dolorosa. Hablo de los abusos, de la manipulación, de las amenazas, del acoso insidioso que me envolvió como una red durante tanto tiempo.

Es como abrir una herida profunda, pero en lugar de desangrarme, siento que estoy liberando veneno, purgando mi alma de todo aquello que me ha mantenido encadenada.

De repente, el ambiente cambia. Uno de los policías se acerca, su rostro es inexpresivo pero sus ojos cargados con algo que no logro descifrar.

—Creo que la declaración es suficiente. Necesitamos hablar contigo en privado, Madalina—dice, y aunque sus palabras son corteses, hay una tensión en su voz que me pone en alerta.

—Mi cliente no procederá sin la asesoría pertinente—advierte mi abogado.

—Es importante que sea a solas porque no existirá oportunidad de negociación como la que se ha presentado ahora mismo.

—¿Negociación?—pregunto consternada.

—Madalina, tú decides si acceder o no—me advierte el abogado.

—No entiendo qué tendría que negociar.

—Es que…suele suceder en estos casos.

¿Lo están hablando en serio?

—¿Están los abogados de Pawel en el lugar?—pregunto.

Nadie me contesta.

Al parecer sí.

Me pongo de pie, miro a mi abogado y le digo:

—Creo que debo intentarlo.

—Nadie puede obligarte a nada, ¿estamos? Seguiré aquí, Madalina.

Asiento y me armo de valor para seguir al último agente.




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