El día es simplemente perfecto. La primavera ha llegado con todo su esplendor y el mundo parece estar lleno de vida y colores brillantes, llevaba tiempo sin disfrutar de manera genuina el aroma a césped mojado o las risas de los niños jugando. El aire es cálido, con una brisa suave que acaricia mi rostro mientras bebo una naranjada exprimida y el cielo está despejado, de un azul tan intenso que parece sacado de un cuadro. Estoy rodeada de personas que amo y, por primera vez en mucho tiempo, siento que la paz y la felicidad son más que solo palabras de algo idílico.
Mi madre está sentada a mi lado en el vasto campo donde hemos venido casi de excursión, la noto sonriendo mientras observa a Nikodem y a sus amigos reírse y charlar animadamente. Es una escena tan común, tan simple, pero para mí, es un pequeño milagro. Ver a mi madre así, con mejorías en su salud, en completo estado de vigilia después de todo lo que hemos pasado, me llena de gratitud. Ella luce más saludable, más viva y su risa es como música para mis oídos.
—¿No es un día hermoso, mamá?—le digo, tomando su mano con cariño.
—Lo es, querida—responde ella, su sonrisa es cálida y llena de amor—. Estoy tan contenta de que estemos aquí, juntos. Esto es todo lo que siempre he deseado para ti.
Siento una oleada de emoción y me acerco para besarle la mejilla. Luego, miro hacia donde está Nikodem, de pie junto a la parrilla, charlando con algunos de sus amigos que conserva de la universidad. Están todos tan relajados, disfrutando del día, sin una preocupación en el mundo. Él me mira y me sonríe, esa sonrisa que siempre hace que mi corazón dé un vuelco de saber que lo tengo conmigo. Mío. Mi amor.
Todo es tan perfecto que parece irreal. Es como si todos los problemas y los miedos se hubieran desvanecido, dejándonos con esta simple felicidad.
Es un momento tan…
—Ay—farfullo, con cierta extrañeza.
Mi madre se vuelve a mí.
—¿Qué pasa, cielo?
—Yo… Ay, no lo sé.
De repente, siento una punzada en mi vientre. Es un dolor agudo, inesperado, que me toma por sorpresa. Al principio, pienso que es solo una molestia pasajera, algo normal a estas alturas del embarazo. Pero entonces, el dolor regresa, más fuerte, más insistente y me doy cuenta de que algo está ocurriendo.
—¿Cariño?
—Mamá...—digo con mi voz temblando ligeramente mientras llevo una mano a mi vientre—. Creo que algo está pasando.
Mi madre me mira con preocupación inmediata, su sonrisa desaparece y es reemplazada por una expresión de alarma.
—Madalina, ¿estás bien?—pregunta con evidente preocupación en su tono de voz.
—No lo sé... siento...—el dolor se intensifica y suelto un pequeño jadeo, tratando de respirar a través de la contracción que se apodera de mí—. Creo que el bebé está viniendo. ¡Cielo santo!
Mi madre se pone de pie de inmediato, buscando a Nikodem con la mirada.
—¡Nikodem!—grita como puede.
Él levanta la cabeza y ve la preocupación en el rostro de mi madre. En un instante, está corriendo hacia mí; su expresión es de pura alarma.
—Madalina, amor ¿qué ocurre?—pregunta, arrodillándose a mi lado.
—Las contracciones...—digo, respirando con dificultad—. Son muy fuertes, y están cada vez más cerca. Creo que... creo que es hora.
—¿Qué? No, aún queda un mes, amor.
—Niko… ¡¡Aahhh!!
El rostro de Nikodem se transforma, pasando del pánico inicial a una concentración intensa. Sé que está asustado, pero también sé que es un hombre de acción y ahora mismo, está evaluando la situación y tratando de mantener la calma por mi bien.
—Tenemos que llevarte al hospital, ahora—decreta con decisión—. No hay tiempo que perder.
Una amiga de Nikodem, una médica llamada Ewa, se acerca rápidamente al ver la situación.
—¿Qué sucede?
Tras ella viene su hijo menor.
—Mami, sigamos jugando.
—Cariño, ve con papá.
—¡Aaaahh!—. No soy capaz de soportarlo, no puedo, no puedo.
—Mami, ¿qué le pasa a la señora Madalina?
—Cielo, que vayas con tu padre ahora—le ordena y el pequeño sale corriendo donde su padre.
—Amor, ubícate así, mira—Niko intenta cambiar mi postura, pero no es que me alivie precisamente cómo esté yo sentada.
—Nikodem, déjame ayudarte. Podemos hacer que llegue al hospital a tiempo, tenemos uno no muy lejos, pero justo hemos venido al medio del campo, caray—dice, tomando el control con una profesionalidad que me tranquiliza ligeramente.
—¡Lo…siento, lo siento!—les digo apenada.
—No tienes que sentir nada en absoluto, mi vida—dice Niko en mi dirección.
Me ayudan a levantarme, pero el simple acto de ponerme de pie hace que otra contracción se apodere de mi cuerpo, robándome el aliento. El dolor es abrumador, y me doblo, apretando los dientes mientras intento no gritar.
—Tranquila, Madalina, respira—me dice Ewa, colocando una mano en mi espalda para apoyarme—. Vamos a hacerlo paso a paso. Solo respira y mantente concentrada en llegar al coche.
—¿Ya viene?—pregunta mi madre.
—Veremos—contesta Niko, más por cortesía que por certezas.
—No puedo...—susurro, sintiendo que las fuerzas me abandonan—. No puedo hacerlo… Me duele tanto.
—Sí, puedes—responde Nikodem y su voz es un ancla en medio de la tormenta que parece estarse batiendo alrededor—. Estoy aquí contigo. Lo vamos a hacer juntos.
En cuanto levanto la vista, descubro que hay otros amigos dispuestos a ayudar, es asombroso que ahora venga yo a montar este numerito.
Con su ayuda, logro llegar al coche, pero cada segundo que pasa siento que el bebé está más cerca de nacer. El pánico empieza a instalarse en mí y las lágrimas llenan mis ojos. Esto no estaba planeado así. Todo se suponía que sería más fácil, más controlado.
Además, el bebé se está adelantando.
Algo… Algo aquí no está bien.