A sus ochenta y tres años la cuesta donde quedaba el cementerio de sus ancestros cada día se hacía más y más empinada para la señora Hisui, normalmente no lo visitaba con tanta frecuencia pero su amigo de la infancia y administrador del mismo había ido de visita a la capital a ver a su nueva bisnieta y le había pedido el favor de cuidar sus bonsáis, para ella era una buena excusa para visitar aquel lugar y ofrecer una ofrenda a sus ancestros, especialmente ahora, en la época más oscura que ella pudiese recordar para este pueblo.
Ya hacía una semana desde que había comenzado aquella rutina de levantarse antes que salga el sol para hacer el recorrido de dos kilómetros que separan su casa del cementerio y a pesar de las recomendaciones de su nieto y de su familia ahora ese recorrido matutino era lo que más esperaba en el día, al fin y al cabo a su edad ningún fantasma la podía asustar, pero nada la había preparado para lo que la esperaba aquella mañana. Como de costumbre abrió la casa de su amigo para dejar salir al gato y poder preparar una taza de té caliente antes de visitar la tumba familiar, cada vez pensaba con más frecuencia si debía orar por que los ancestros los ayudaran o por que la dejaran morir antes de ver los horribles acontecimientos que se vaticinaban para el pueblo.
Cuando el té estuvo listo lo dejó reposar y se dispuso a caminar hasta el lugar de sus ancestros, un recodo al final del cementerio donde solo los miembros de su familia eran enterrados. Al aproximarse un olor a incienso y sándalo la detuvo en seco, algo le trajo recuerdos a su mente, recuerdos amargos que ella misma había decidido olvidar para poder seguir viviendo con una herida que jamás se curaría, pronto sintió como todo le comenzó a dar vueltas y el suelo se aproximaba a gran velocidad.
Al recuperar la conciencia la anciana se encontró en la casa de su viejo amigo, un pequeño lugar de solo una habitación, con una pequeña cocina y una sala de estar tan llena de bonsáis que era casi imposible caminar sin tropezarse con alguno, a su lado se encontraba un muchacho de unos quince años, extranjero, pelo largo y una sonrisa triste. La ayudó a incorporar y le ofreció el té que había dejado reposar.
Un viento helado recorrió su espalda, un frio efímero, etéreo, pero para alguien que como ella se había despedido de demasiadas personas importantes en su vida era una sensación muy conocida “alguien se está despidiendo”.
En su mente la señora Hisui oró porque como de costumbre su amigo hubiera dejado la despensa llena pese a que ella jamás hacia uso de lo que él le dejaba, pero en esta ocasión era imperativo hacerlo ya que necesitaba más tiempo con aquel muchacho de sonrisa triste.
Varios minutos después el olor a huevos revueltos y café caliente la regresaron de sus pensamientos, de sus dudas, del misterio que envolvía aquel joven que ahora retiraba varios bonsáis de la mesa del comedor para hacer espacio para el desayuno que él mismo había preparado, la llamó gentilmente a la mesa y espero a que se sentara para comenzar a desayunar. Pronto se dio cuenta que aquel muchacho no tenía buenos modales, debió reprenderlo con un golpe en la cabeza con los palillos, justo como lo hacía con sus propios hijos hacía ya demasiado tiempo, el muchacho le sonrió melancólicamente y con tres golpes de palmas y un “Itadakimasu[1]” comenzó a desayunar mientras el corazón de aquella mujer seguía llorando sin saber el porqué.
Un destello iluminó aquel recinto, un recuerdo olvidado, una sensación tan amena, tan cálida, tan amarga que la señora Hisui se preguntó si esas clases de coincidencias podían pasar en la vida real. Era un olor a desayuno con pescado, a alegría infantil y al rostro de sus hijos sentados a la mesa peleando como siempre por cualquier cosa.
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Editado: 13.05.2021