Sanando su Corazón

Capítulo 9: Calma antes de…

Dámaso 

Las cosas van bien, mejor de lo que imaginé. He cerrado tratos importantes, la producción va de acuerdo a lo planeado y las entregas han salido a tiempo. Pero lo mejor es mi relación con Nayla, tenemos esa complicidad que veía entre ella y Silas. 

Estoy dichoso. Creo que es el adjetivo que mejor describe mi estado de ánimo. 

Levanto mi teléfono y marco el número de Drea, en unos segundos responde. 

—¿Tengo algo más para hoy? 

—No, señor. Ya ha terminado las reuniones por el día de hoy. 

—Gracias, puedes irte a casa si gustas —le digo, recogiendo mis cosas. 

—Terminaré unos pendientes y me voy, ¿algo más que pueda hacer por usted? 

—No, suficiente por hoy. 

Puedo insistirle para que se vaya a casa; sin embargo, la conozco lo suficiente como para saber que se negará. Es comprometida con su trabajo y no le gusta dejar nada a medias. 

Al salir de la oficina, no la veo por ningún lado, pero asumo que debe estar imprimiendo algo. Subo al ascensor y salgo cuando llego al primer piso, veo mi reloj y compruebo que aún es temprano, por lo que se me ocurre una idea. Saco mi celular y marco a Silas. 

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Katsaros? —responde en tono jocoso. 

—Me gustaría llevar la cena para todos, si es posible. —le digo. 

—Yo estaría encantado, ¿de ese restaurante que nos gusta? 

Sé que habla del restaurante al que fuimos con Nayla la primera vez. 

—Sí, de ese mismo. 

—Bien, recuerda pedir ensalada para Nayla. 

—Ella las odia. 

—Lo sé, pero debe comerlas. De lunes a viernes lo hará, supongo que los sábados puede evitarlas, ¿cierto? —Su tono está cargado de sospecha. 

—No sé de qué hablas —Eludo. 

—Nayla me dijo lo que comieron, Dámaso. Estaba feliz porque su otro padre la dejó cenar pizza y helado. 

—No me disculparé por ello. 

—Oh, sé que no lo harás —Se ríe de mí—. No diré nada, eso es cosa de ustedes dos. 

—Bien, nos vemos más tarde. —cuelgo sin esperar respuesta de su parte. 

Sabía que Nay le diría sobre lo que hicimos, no esperaba que lo ocultara. Esperaba que Silas me llamara la atención por eso, pero me alegra que no lo haya hecho porque lo hubiera ignorado. 

Conduzco por la ciudad hasta llegar al restaurante, ingreso y me siento en una de las mesas a pesar de que voy a ordenar para llevar. 

—Bienvenido, ¿desea pedir ya o espera a alguien? —me pregunta la camarera. 

—Pediré para llevar —digo. 

Ella anota lo que le pido y me dice en media hora estará listo; entretanto, bebo agua. Recorro el lugar y veo una que otra pareja y algunas familias cenando, el ambiente ya no me hace sentir tan triste porque sé que no estoy solo. Tengo personas que me ama y a las que amo. 

—Su orden está lista, señor. —la misma mujer llama mi atención. 

—Gracias. 

Me levanto para pagar y es cuando mi vista se desvía hasta la vitrina y los postres que hay en ella. De inmediato mi mente viaja a alguien que los amará. 

»Dame seis de esos también —señalo los canelones. 

Con el pedido en mano, salgo de allí y lo acomodo en mi auto de manera que no se riegue, luego conduzco hasta la casa de Silas y toco la puerta. Isla me sonríe cuando me abre e intenta tomar una de las bolsas de mi mano, pero se lo impido. 

—Hola, Dámaso —me saluda, siguiéndome hasta la cocina—. Silas llamó y dijo que vendrías con la cena. 

—Hola, Isla. ¿Cómo va todo? —Me vuelvo hacia ella luego de dejar las bolsas y le doy un corto abrazo—. Salí temprano del trabajo y quise ahorrarles el tiempo a ustedes también.

—Lo cual agradecemos. —Se lleva la mano a la cara y es cuando lo veo. 

—¿Silas te propuso matrimonio? —exclamo. 

—Lo hizo el sábado. —responde. 

Vaya, parece que tuvieron una cita genial. 

—Felicitaciones, me alegro mucho por ustedes —manifiesto mientras la abrazo. 

—Gracias, Dámaso. —contesta.

—¿Nayla lo sabe?, ¿cómo lo tomó? 

—Ella ya lo sabía, Silas le pidió ayuda para elegir el anillo. Y se lo tomó bien; de hecho, se le escapó el secreto y me dijo días antes de la cena —ríe. 

Sí, eso suena a algo que haría mi hija. Y hablando de la susodicha, escucho sus pasos apresurados que se acercan a nosotros. 

—¡Papá! —grita, sus piernas chocando con las mías cuando me abraza. 

—Hola, hija. 

—Huele rico, ¿trajiste comida? 

—Sí, y esa ensalada que tanto te gusta —me burlo de ella. 

—¡No! No quiero comer esas cosas verdes —se queja. 




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