Sé que tengo que dejarla tranquila, pero ¿cómo hacerlo si lo que siente me está destrozando también?
—¿Algún día dejará de doler? —Después de varios minutos en silencio, me hizo esa pregunta. Era algo difícil de responder.
—Nunca. Solo aprendes a vivir con ello y, de alguna forma, a usarlo para seguir adelante —susurré mientras la abrazaba.
Verla llorar me partía el alma, pero sabía que era necesario. Solo así podría liberar lo que llevaba dentro. Pasaron varias horas hasta que los latidos de su corazón se tornaron más suaves, indicando que estaba “mejor”.
—Flamita, toma un poco de sanadvi, por favor. Te hará sentir mucho mejor —le supliqué, acercándole el vaso a los labios.
Por suerte, no protestó y lo bebió por completo. Me quedé a su lado un rato más, hasta que finalmente se quedó dormida. Con cuidado, la acomodé en la cama antes de irme a mi habitación.
Una vez en mi cama, la pregunta que Alysa había plantado en la cueva regresó a mi mente. Odiaría descubrir que Osmond es mi primo. Solo de pensarlo, mi lobo se enfurecía. Era insoportable imaginar que compartía lazo con alguien que había rechazado algo tan sagrado como su propia naturaleza. Con el tiempo, había debilitado tanto su lado animal que terminaba sufriendo de formas que ni siquiera un vampiro podría imaginar. Y por si fuera poco, era un maestro en el arte de la mentira y la manipulación: un auténtico Russo. Eso era lo que más aborrecía en una persona. Ninguna parte de mí podía tolerarlo.
Los pocos recuerdos que tenía de mis tíos y mi primo no coincidían con el ser que había soportado estos días. Mis tíos, al igual que mi padre, estaban orgullosos de ser lobos, y uno de los escasos momentos que conservo de mi primo es verlo jugar felizmente con mi lobo. Tal vez ese niño que recuerdo fue el que Alysa vio morir. Sin embargo, me negaba a aceptar que esa fuera la familia que me quedaba. Preferiría ser un lobo sin manada antes que compartir sangre y lazos con quienes traicionaron a la persona que amo, solo para forzarla a cumplir una profecía que, aparentemente, podía llevarla a la muerte.
Con el paso de los días, había logrado que Alysa tomara sanadvi como si fuera agua, para mantenerla fuerte física y mentalmente. También había empezado a comer poco a poco, aunque para lograrlo tuve que prepararle recetas especiales que mi madre me había enseñado, de modo que no pudiera negarse. Nos pasábamos tardes enteras hablando o, más bien, yo respondiendo a cada una de sus preguntas, como siempre.
Con el tiempo, nuestra cercanía había crecido, y eso se reflejaba en nuestros corazones. Cada vez que estábamos muy cerca o llevábamos un buen rato juntos, el ritmo de estos se aceleraba de forma notoria. Amaba escuchar el latido del suyo; para mí era música, pero para Elizabeth era diferente. De hecho, en varias ocasiones me había pedido que ambos tratáramos de regular nuestros corazones porque el ruido le resultaba insoportable. Por mucho que lo intentara, en algunas ocasiones me era imposible. Estar cerca de Alyssa alteraba todos mis sentidos.
Si bien me encantaba ser el centro de su atención —y más aún que ya no le hablara a ese tal Osmond—, tampoco era saludable que no tuviera contacto con nadie más, ni con el mundo exterior. Después de asegurarme de que no había peligro por ahora, especialmente de que ni Russo ni Tran estaban cerca, decidí que la mejor excusa para sacarla de la casa era enseñarle a usar espadas. Así tendría una nueva forma de defenderse si algo llegaba a suceder.
Por suerte, la idea le encantó, y aunque al principio le costó mucho trabajo y dolor acostumbrarse al uso de las espadas, pronto comenzó a disfrutarlo. Pasábamos horas entrenando. La nieve fue una gran aliada durante las sesiones: el frío evitaba que nos agotáramos rápido, y mantener el equilibrio y moverse con rapidez sobre la superficie helada era todo un reto. Sabía que, si lograba ser buena en esas condiciones, en circunstancias más favorables su destreza sería mucho mayor.
—Si a la máxima autoridad de los lobos se le llama *Alpha*, ¿cómo se le llama a la de los vampiros? —preguntó mi Flamita mientras nos sentábamos en las escaleras para descansar antes de retomar el entrenamiento.
—Líder, igual que en el caso de los humanos. La forma en que un vampiro acepta a su líder y sus reglas, y es aceptado en el grupo, es mediante un contrato. La diferencia es que nosotros lo firmamos con la sangre de todos los participantes —le respondí. Antes de que pudiera preguntar, añadí con una sonrisa que provocó su risa—: Los lobos lo hacen aceptando el veneno de su Alpha. Esto varía según cada manada: puede ser ingerido con el sanadvi, administrado por inyección, o, en manadas más tradicionalistas, mediante una mordida. Esa es la razón por la que la conexión con el Alpha es tan fuerte y también por la que cambiar de manada duele tanto: es como si rompieras un lazo de pareja.
—Definitivamente, el tema con los lobos es mucho más intenso y personal que con los vampiros —concluyó ella. Amaba escucharla sacar conclusiones como esa sobre mi mundo, no solo por lo que le contaba, sino porque se notaba que genuinamente le interesaba todo lo relacionado conmigo.
—Sí, se podría decir que es algo así —me encogí de hombros.
—Lo que no entiendo bien es el tema con mi sangre. Según tú, es deliciosa, y en los papeles que leímos la describen como un tesoro. Además, está el montón de locos que me persiguen por ella. Pero sigo sin saber por qué. ¿Qué tiene de especial, aparte de ser una de las más raras para los humanos? —Podía sentir su frustración al no comprender lo que realmente sucedía con su cuerpo y su existencia en general.
—Bueno, anoche no podía dormir y me puse a leer algunos libros de Elizabeth. Uno de ellos me recordó una leyenda que me contaban cuando era niño, de esas que uno cree que solo inventan para entretener a los pequeños. Muchos de los detalles concuerdan contigo, aunque lo extraño es que nunca se mencionaba a un humano. —Había olvidado esa historia con el paso del tiempo, pero cuando era niño me fascinaba imaginar cómo sería conocer a alguien así... y, por supuesto, cómo sabría su sangre.
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Editado: 09.11.2024