Se Busca Mamá

CAPÍTULO 10

—Papá, ¿qué sucede? ¿Por qué nos fuimos de la escuela? ¿Pasó algo en casa?

Pregunta Alenka desde atrás y conduzco camino a casa, dándole inmensas vueltas al asunto. Le pedí disculpas a la señorita Bello y le expliqué que no era por ella el asunto, que de hecho no tenía nada que ver en lo que estaba pasando y que era la única persona que valía la pena en ese colegio. Tendré que buscarme otra institución fuera del pueblo, pero estoy poco seguro de que le vayan a recibir a esta altura del año cuando el semestre escolar ya ha sido empezado hace rato.

¿Qué perjuicios podría implicarles la adaptación si es que doy con la posibilidad de que los reciban? ¿Para peor de males, el señor con mega titulaciones asegura que yo golpeo a mis hijos a partir de diagnósticos nefastos? ¿Qué diantres le sucede? Yo no soy alguien violento, pero esta gente hace rato que me saca de casillas y temo que aún en otro pueblo siciliano, sigamos con problemas por el asunto de la religión que no les forma su inteligencia espiritual sino una neurosis de castigo constante, un esfuerzo inhumano por acomodarse a reglas obsoletas y condenas de infelicidad sumano la hipocresía de la iglesia. ¿Que mi hijo no se comporta como los varones de la escuela? ¿Mi hija no se comporta como las “señoritas” de la escuela? ¡Tienen siete años, por todos los cielos!

—Papá—insiste Alenka.

Está metida entre medio de los asientos.

En medio del camino entre potreros y pastizales decido aparcar a la orilla. Observo a mi hija por el espejo retrovisor y le advierto:

—Alenka. Ya hablamos esto. ¿Cómo debes viajar en el auto?

—Pero papá, ¿qué sucede?

—Luego hablaremos. Mientras vayas en el coche, no es así como debes viajar, hija. Hazme caso—dictamino.

Ella suelta aire llenándose las mejillas, se arrincona en el asiento de atrás y se abrocha el cinturón. Bien. Ahora sí.

Viajamos en silencio, salvo con el sonido del viento y de nuestras respiraciones. Bajo un poco la ventanilla sintiendo algo de aire fresco mientras intento pensar. En la entrada, el electricista me saluda desde la camioneta porque ya se va yendo. Se detiene en la entrada al terreno de casa, baja la ventanilla y me comunica:

—¡Quedó, jefe!

—Muchas gracias, ¿te debo algo?

—¡Alcanzó el dinero!

—Maravilloso, gracias—le comunico.

Al saludarlo, entro nuevamente a la casa y los niños abren la puerta. Cuando Alenka se baja, sale corriendo al cuarto y se encierra acá a la velocidad de la luz. Está enojada conmigo, no quiere hablarme porque la reté en el auto, mientras que Ulises está sollozando. Cuando entramos a la casa, coloco una mano mia en su hombro y lo detengo. Me incorporo de cuclillas frente a él y le pregunto:

—¿Por qué lloras hijo?

Siempre he sido de pregonar que tienen que expresar sus sentimientos, sus frustraciones y emociones, que no es bueno tener que guardarse todo eso. Sin embargo, me genera cierta irritación las palabras de parte de la gente de la escuela con eso de que mis hijos son débiles. O al menos Ulises.

Débil.

¿Cómo se atreven a calificar a mi niño de esa manera?

Y aquí lo tengo.

Llorando delante de mí.

¿Es lo que he criado? ¿A un niño débil? Claro que no. Hay que ser muy valiente como para no confrontar a los brabucones de esa escuela y no me refiero solo a los niños sino a los adultos que han demostrado ser peligrosamente inoperantes. Más la peor parte: que hay de estos en escuelas en todo el mundo, justo viene a tocar el lugar donde tenemos protección de parte de los criminales en esta zona que en nada condice con mis propios pensamientos, opiniones y estilo de vida.

Lo último necesario es otro escándalo.

Pero no es lo que más me importa ahora.

La prioridad en estas instancias es que mis hijos sean sanos y fuertes.

—P…papá—. Él levanta la cabeza y me mira con las gafas empañadas y húmedas por sus lágrimas, más sus mejillas regordetas enrojecidas como salsa de tomate—. ¿Es todo por mi culpa…verdad?

—¿Qué? No, hijo. ¿De qué hablas?

—Es porque no pude defenderme, ¿cierto? ¿Es eso?

—No tienes de qué defenderte, esa gente es así y ya.

—Alenka…tuvo que defenderme a mí…y es una niña.

—¿Y qué hay de que sea una niña?

—No lo sé… Los otros niños me molestan por eso…

—¿Te han seguido molestando?

Asiente.

Madre mía, qué bronca me hace sentir esto.

—Ven acá, cielo. Ven acá.

Lo estrecho en mis brazos. Él suelta el libro con una mano y me abraza. Yo me vuelvo a él, le sostengo el libro y lo coloco sobre mis rodillas.

—Vamos a dejarlo un momento, ¿sí?—le propongo.

Y vuelvo a abrazarlo.

Esta vez siento el abrazo con sus dos manitas.

Sentirlo de esta manera hace que las grietas del corazón no se expandan. Un abrazo contiene a un corazón agrietado para que sus heridas cicatricen y no provoquen que se destruya.

Alenka aparece despacito por el pasillo que conduce a las habitaciones, la llamo y expando uno de mis brazos en su dirección, estrechando a mis dos hijos contra mi pecho. ¿Todo esto estuvo pasando este tiempo y no me di cuenta? ¿Cómo es posible?

—Estará todo bien—les prometo—. No tendrán que regresar a esa escuela, ya verán que estará todo mucho mejor de lo que ya han pasado.

El abrazo dura lo que un suspiro y mi celular comienza a vibrar. Lo ignoro. Dejo que mis niños vayan a lavarse la cara y les propongo que me ayuden con el almuerzo. Al pasar, observo la máquina averiada. Tengo que hacerla arreglar para saber qué estuvieron haciendo ellos ahí, me aterra pensar en las opciones que la conexión a Internet puede traer aparejada.

Mientras evalúo contactar con algún técnico en computadoras lo cual me llevará sí o sí a la ciudad, reviso el móvil y descubro que tengo una llamada perdida de un número desconocido, pero con la característica de Sicilia.




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