Se Busca Mamá

CAPÍTULO 37

Narrado por STEFAN

 

—¿Dónde crees que vas?

En cuanto pongo un pie fuera del edificio, escucho su voz a mi lado.

Está en la acera, de pie. Observándome fijamente, con las manos en los bolsillos de una gran cazadora de paño, evidenciando que lleva un revólver en la mano.

Llevaba tiempo sin visitar las calles de Varsovia, pero hacerlo de manera consciente con un tipo de dos metros a mi lado, armado y amenazándome no es lo ideal para regresar a casa. ¿Cómo era eso de hogar, dulce hogar?

El mío está donde se encuentren mis hijos.

—Tengo que salir—le advierto.

—No. Claro que no lo harás.

—Ella te puso acá—. No es una pregunta de mi parte.

—Métete al edificio ahora. No puedes salir hasta mañana.

—Es una locura, ni se te ocurra. No sé qué tienes pensado hacer, pero me niego a lo que sea que quieras obligarme a hacer, no lo permitiré.

Me doy la vuelta y me echo a andar, pero pronto siento que se posiciona detrás de mi y el cañón de la pistola se afirma en mis costillas.

Lo primero en lo que pienso es en que Alenka y Ulises necesitan de su padre ahora, pero si algo me sucede a mí, quedarán completamente solos y desprotegidos para siempre. No puedo siquiera hacerme una idea de lo que ello significaría, tampoco me lo podría perdonar y purgaría por ello aún más allá de la vida.

—Lo digo en serio—advierte con voz tajante—. Regresa a tu apartamento. No puedes salir hasta mañana.

Y sé que esta gente está dispuesta a todo, no implicaría ningún perjuicio dejarme muerto en la calle para luego desaparecer.

Están dispuestos a todo y no sé qué hay detrás de todo esto, pero la vida de mis hijos es tan importante que no estoy dispuesto a abandonarlos ahora.

—Zajac—insiste. Sabe mi apellido, aunque yo no tengo idea de quién es él—. Regresa ahora, no lo voy a repetir.

Y quita el seguro a la pistola.

Puedo percibir contra mis costillas la manera en la que se retuercen los engranajes dentro del metal.

 

Narrado por SABRINA

 

El espacio que tenemos delante es verde, amplio, abierto, es un campo hermoso con un edificio centrado y cercado por altos alambrados. Me llama la atención que luego de tanto viaje hayamos llegado a un lugar así.

—¿Qué es esto?—le pregunto a mi hermana mientras conduce en el coche rentado en esta ciudad con una de las identificaciones falsas que proveen mis padres para evitar que dejemos rastros—. Pensé que nos tomaríamos un avión.

—Luego de esto.

—¿Dónde estamos?

—Vinimos a ver a mamá.

—¿A mamá?

—Sí, ella está acá.

Ella emprende camino por la entrada principal desde la cual se anuncia con una suerte de código en cuanto pasa el bloqueo del comienzo.

Hay seguridad.

Hay gente con uniforme.

Parecen enfermeros.

Hay agentes que parecen ser de algo similar a una entidad privada. No me gusta lo que hay alrededor.

Aún quedan unos trescientos metros para llegar al edificio, pero siento mala espina de lo que tenemos alrededor. Simplemente porque lo que hay delante no es convincente a mi parecer, tengo una ligera idea de lo que podría ser.

Con la certeza de que el espacio donde veré a mis hijos, no lo es. No podré estar con ellos. Si mamá los tiene a cargo, me preocuparía demasiado, sé de sus planes, no están por fuera de lo que ya ha hecho antes, no está desajustado a lo que el comercio establece dentro de los márgenes de ilegalidad donde siempre se ha involucrado.

—Wanda, ¿dónde estamos?—insisto—. ¡Dime la verdad!

No lo hace.

Solo se mantiene con la mirada fija al frente y la boca marcando una fina línea. Conozco ese gesto desde que éramos pequeñas, sé que es lo que implica cuando hay un conflicto moral debatiéndose alrededor.

—¡Wandaaa!—insisto.

—¡Ya cierra la boca, Sabrina!

Estamos llegando.

Demasiado cerca.

—¡¿Dónde me trajiste, Wanda?!

—¡Es por tu bien! ¡Y cierra la boca que nada de esto estaría sucediendo si no fuera por tu culpa, siempre estuviste metida en problemas!

—¡Wanda!

Mi voz suena cargada de bronca.

Y tomo una decisión antes de que quite el pie del acelerador.

Me echo encima de ella y la empujo contra el costado contrario del mando del automóvil, haciendo que ella pierda el control del coche y me aferro a mi cinturón de seguridad mientras el coche sube las escaleras del lugar al que me ha traído e impacta contra la entrada principal.

Aún con el shock y la locura del momento, me desprendo del cinturón viendo el reguero de vidrios y la sangre en la cabeza de mi hermana quien aún persiste como si no pudiera salir del shock que le provoca la situación.

Los que rondan ya comienzan a acercarse, pero no me limita a salir del coche y echarme a correr con torpeza, aún mareada y adolorida hasta que consigo sostener el equilibrio, perdiéndome entre los árboles del bosque más cercano.

Le harán algo a los niños.

Les harán daño.

Van a venderlos.

Setenta mil dólares cobraron por el último negocio en el que se involucraron. Es probable que por ambos cobren más de ciento cincuenta mil.

¡Cielos, no!

Corro tan fuerte como mis pulmones arden, tratando de hallar señal con el móvil, encontrando la carretera e imponiéndome al centro para pedirle a un camión que se detenga.

Solo hay dos opciones.

O me recoge o me revienta.

 




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