Ares
Le lancé las fotografías, sobre la mesa de pino de Paraná que ella había comprado con mi tarjeta hacía solo una semana y no pudo evitar mirarme con los ojos muy abiertos, como un cervatillo encandilado por las farolas de un coche.
—¿Qué es esto? —Logró preguntar con voz temblorosa y expresión de mosca muerta.
«¡Maldita sea, su cinismo!» Grité internamente.
Lo único que yo quería era echar una pared a patadas y liberar lo que bullía en mi interior.
En ese momento, me sentía como una bestia. Ni siquiera lograba reconocerme.
Todo en mí, rugía por destrozar el departamento hasta el último ladrillo, por la frustración que me consumía.
Sin embargo, me esforzaba por comportarme como un caballero, un hombre sensato que solo necesitaba una explicación. Aun así, Allegra continuaba mirándome como a un loco a punto de atacar.
Olvidaba que ella había golpeado primero con su traición.
—Dime tú que significa… —Mi voz emitió un sonido rasgado, roto —. Necesito —apreté los dientes —, que me des ahora mismo una explicación —. Hice un esfuerzo sobrehumano por no levantar la voz.
Allegra, observó las fotos que se encontraban sobre la mesa con terror y luego me miró. Abrió la boca un par de veces para decir algo. Aunque volvió a cerrarla, negando torpemente con los ojos repletos de lágrimas.
—¡Habla! —Le ordené furioso y ella se estremeció.
—No es lo que parece —jadeo y no pude evitar lanzar una carcajada incrédula.
Aquel desastre, era lo único que me faltaba, después de haber perdido la licitación del desarrollo urbanístico contra Máximo De Luca solo dos días antes.
Creí que nuestra competencia personal no podía encontrarse en un punto más álgido, hasta hacía una semana, cuando mi hermano, Eros, me llamó para contarme sobre un inquietante rumor que le había llegado a través de un arquitecto de la familia de De Luca, que daba clases en la misma universidad que él.
No le bastó con quitarme el proyecto que cambiaría mi vida profesional, ofreciéndole a nuestros prospectos su sistema: arrasa y construye.
Cosa que a los potenciales clientes les pareció más tentador que la idea de respetar el paisaje natural.
Si no, que también, se metió durante meses a mi novia. Riéndose de mí, en mi cara.
Como si necesitara otro motivo para odiarlo.
Ahora entendía esos cumplidos malintencionados cada vez que Allegra colgaba de mi brazo en algún evento.
Tomé las fotografías con rabia y comencé a lanzarlas una a una sobre la mesa.
—¿No es lo que parece? —Repetí, lanzándole una mirada furiosa y tomé la primera imagen del montón para ponerla frente a ella —. En esta, te encuentras entrando con Máximo al Intercontinental —tomé otra foto —, y aquí saliendo del Lafayette con el cabello húmedo —. Abrió la boca para decir algo; sin embargo, sus labios temblaban tanto que le fue imposible —. Son todas muy buenas, deberías verlas con detenimiento, pero esta —agité la fotografía donde se los veía a través de la ventana del Claridge —, es sin duda mi favorita. Deberías llevártela como recuerdo cuando tomes tus cosas y te vayas de mi casa —. No podía entender lo ciego que fui con ella.
Me pellizqué el puente de la nariz, cerrando un instante los ojos. Me repugnaba verla, sentir su perfume, oír su respiración jadeante.
Mi prometida, la mujer que creí que cargaba mi hijo en su vientre. Frente a la que me arrodillé dos semanas antes para entregarle un anillo de diamantes y pedirle que fuese mi esposa. Jugó conmigo.
Me engañó con el mayor de los descaros, mientras me susurraba que me amaba.
Para ser honesto, nunca me había sentido muy seguro de nuestra relación. Aunque eso no me importó y luego de que me dijese que estaba embarazada, corrí a comprar un anillo como el hombre de honor que era. Porque así hacíamos las cosas los D’Amico, no nos iban esos rollos modernos de padres separados. Si llevaba un hijo mío en su vientre, debía convertirse en mi esposa y haría lo que fuese para que se sintiese la mujer más feliz del mundo.
Vaya, fiasco.
Allegra, me vendió a la perfección su papel de dulce e inocente, mientras se veía con Máximo a mis espaldas.
Roto. Era justo así como me sentía, después de imaginarme cientos de veces con mi hijo en los brazos.
No podía negar que la noticia me había tomado por sorpresa, pero de inmediato, comencé a sentir que algo se despertaba en mi interior. El deseo de ser padre, la emoción por saber que alguien con mi sangre crecía en su vientre.
—No puedes echarme —dijo ella finalmente, mirándome desafiante, bajo el manto de lágrimas que cubría sus mejillas —estoy embarazada, ¿acaso lo olvidas? —Se levantó lentamente de su sitio y caminó hacia mí —. Seguro que hay algún periodista interesado en publicar que Ares D’ Amico es un miserable, capaz de lanzar a la calle a su pobre prometida embarazada y sin un duro. ¿Qué pensarían tu familia, tus empleados, o tus clientes?
—Ellos, lo entenderán, tengo como testigo a Eros de tu traición. Y no voy a abandonarte a tu suerte, solo quiero que te instales en otro sitio, yo correré con todos los gastos hasta que determinemos mi paternidad —. Le dije odiándome por permitirme que me temblase la barbilla —. Si es que es mi hijo… —Susurré con voz rota, finalmente —. Voy a ser un padre presente. En cuanto a nosotros, no volveremos a tener ningún tipo de relación.
—¿Por qué me haces esto, Ares? —Chilló agitada.
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Editado: 29.11.2023