Nora
Pasaron al menos dos horas, antes de que comenzara a sentir que por fin dejaba de temblar de pies a cabeza. Después del terrible encontronazo que había tenido con Ares D’ Amico, no lograba mantener mi pulso controlado.
«Imbéc¡l». Aun la cólera, retumbaba en mis oídos. No solo había sido capaz de sugerirme, que prestara mis servicios a los pescadores. Si no que también se atrevió a darme una limosna, como si fuese un vagabundo, al que deseaba ahuyentar frente a la fachada de su lujoso edificio.
La mano todavía me ardía cuando entramos con León al lavabo de la estación de servicio, y mis piernas parecían de gelatina.
Con el dinero que tenía, compré una hamburguesa pequeña para mi hijo, un par de botellas de agua y cargué combustible. Debía estirar lo que me dejó Erin, hasta conseguir empleo.
Humedecí una toalla para higienizar un poco a mi Leoncito, le cambié la ropa y puse un poco de pasta en el cepillo para que se lavase los dientes.
—No olvides, cepillarte la lengua —le dije, dándole un beso en la coronilla —. Voy a cambiarme en uno de los cubículos, no tardaré mucho. ¿Puedes quedarte aquí como un niño grande?
—Soy gande, tengo así —alzó la mano, para mostrarme sus cinco dedos con convicción.
Yo sonreí en respuesta, porque estaba muy cansada y débil para corregirlo. Por lo tanto, lo dejé pasar. Para entrar en el pequeño espacio, en donde remplazaría los vaqueros gastados por un pantalón viejo de chándal que una amiga me donó.
Recordaba haber hecho una mueca de disgusto el día que me dio esa bolsa de ropa vieja. Pero en ese momento la hubiese besado de haber podido.
El clima de Monte de Oro era de risa. Durante el día sentía que los pesados rayos de sol, nos achicharraban y por la noche, lo azotaba un clima glacial que me congelaba hasta la médula.
—Tiempo récord —le dije a León, saliendo del cubículo.
Él me lanzó una media sonrisa desgarbada, que me hizo recordar muchísimo a su padre.
—Me cepillé la lengua, mira…AAA…—Abrió la boca de par en par, sacando su lengua para que la viese —. ¿Ya puedo dormir, mami? —Se restregó los ojos —. Tengo mucho sueño, ¿vamos a ir a la casa de Erin? —Dejé escapar un suspiro cansino.
—No esta noche, bebé —. Guardé sus cosas en su pequeña mochila, me la coloqué en el hombro, antes de levantarlo y tomarlo entre mis brazos, acurrucándolo contra mí.
León no tardó mucho en apoyar su mejilla contra mi hombro, bostezando largamente y enseguida supe que acababa de cerrar los ojos.
A veces esperaba que se durmiese en mis brazos, antes de colocarlo en el asiento trasero del coche, porque temía que volviese a cuestionar sobre si esa noche dormiríamos nuevamente allí. Incluso, un par de veces me había preguntado si éramos tortugas.
Lo dejé suavemente en el asiento, tapándolo con una manta que tenía desde que era bebé, para que el aroma a hogar lo envolviese.
Me deslicé en el asiento del conductor, lanzando el periódico local en el asiento del acompañante y la hoja impresa de la bolsa de trabajo que muy amablemente se ofreció a imprimir el encargado de la tienda. Me realicé un moño descuidado y tomé un largo sorbo de agua de uno de los botellines que había comprado al sentir como mi estómago gruñía.
Por suerte para mí ya casi no sentía hambre, aunque me mareaba con frecuencia y tenía unas náuseas horribles por la mañana.
No éramos tortugas, de eso estaba segura. Aunque bien podríamos haberlo sido. El coche estaba abastecido de mantas, ropa, comida; cuando la teníamos, agua, elementos de higiene.
Realicé un mohín, no era momento de lamentarse, necesitaba un lugar seguro donde estacionar y pasar la noche. Revisaría los empleos y no me rendiría hasta conseguir uno.
Dejé caer la cabeza sobre el asiento, pensando con amargura en como León debía dormir en el asiento trasero de un viejo auto, mientras su padre biológico pasaba sus noches con una modelo diferente, cada vez, en algún enorme rascacielos. Él cenaba costosos platillos, sin saber que su hijo se había quedado dormido con solo una hamburguesa pequeña que calentamos en el microondas de la tienda. De vez en cuando me preguntaba si pensaría en su hijo, si sentiría pesar por la decisión de abandonarlo.
Nunca mostró interés en ser padre y me había dejado muy claro que si no abortaba, quedaría por mi cuenta. Bueno, lo estaba. No podía decir que no era un hombre de palabra.
Tomé el suéter de lana que se encontraba sobre el asiento del acompañante y me cubrí, mientras apretaba la botella de agua en la mano. Sin dejar de observar cómo los árboles que estaban frente a mí silbaban, sacudidos por el viento. Sentí deseos de cerrar los ojos y dormir, solo un poco. No obstante, no podía dejar de pensar en el padre de León.
De no haberme sentido tan sola, o tan desesperada, nunca me hubiese escapado con él, ni menos le hubiese entregado mi virginidad. Quién hubiese dicho que una madre tan promiscua, no me explicaría lo básico sobre salud reproductiva.
Tonta de mí.
Ahora nuestro futuro era incierto y aterrador. Pero aun así, tenía la certeza de que volvería a elegir tener a mi pequeño Leoncito, una y mil veces.
Solo que a veces me rompía el corazón no poder darle todo lo que necesitaba.
Lo observé a través del espejo. Me di cuenta de que estaba realizando un puchero, con el caballo pegado a la piel suave y rosada de su mejilla. Luego sonrió, en sus sueños al menos podía permitirse ser completamente feliz. ¿Soñaría con una cama caliente? ¿Juguetes? ¿Más comida de la que pudiésemos comer?
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Editado: 29.11.2023