Nora
Cuando por fin terminé de ducharme, el agua salía fría. Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde la última vez que me había dado una ducha como Dios manda. En la casa de Erin, sentía que estaba invadiendo su espacio, por lo que me esforcé, para no demorar más de diez minutos.
Sin embargo, decidí que allí, podía tomarme mi tiempo. En todo caso, la enorme mansión tenía al menos cinco baños. Si Ares deseaba ducharse, podría escoger cualquiera de esos cinco, mientras yo ocupaba el de la casa de servicio. Aunque en el fondo sabía que usaba ese. Estaba en su espacio y eso me provocaba un cosquilleo en la piel.
Para mi sorpresa, descubrí que vivía en la pequeña casa con revestimiento de piedra, contraventanas de madera, y porche con columpio, que parecía asentarse suavemente sobre la hierba.
Lo supe en cuanto entré y me vi envuelta en el delicioso olor masculino del gel de baño. La casa contaba con tres habitaciones y no paraba de preguntarme si él dormía en la habitación cerrada al final del pasillo. Tampoco podía dejar de pensar si olía tan bien como el baño.
Nunca me creí especialmente enamoradiza, o ansiosa de tener la atención de un hombre. Ni siquiera podía decir que estaba enamorada del papá de León cuando comenzamos a convivir. A pesar de que me avergonzaba reconocerlo. La verdad es que lo hice porque necesitaba escapar de casa y no recordaba nada agradable de nuestro noviazgo.
Quizás, se debía a la aprensión que sentía por las relaciones.
Cada vez que veía a mamá tomándose de la pernera de los pantalones de algún hombre, gimiendo y clamando desesperada, con el rímel corrido. Me sentía fatal, avergonzada por ella. Aquellas escenas eran lo suficientemente traumatizantes, como para cauterizar cualquier anhelo por enamorarme o sentir algo irrefrenable por cualquier hombre.
Pero con Ares, no sabía que era o cómo evitarlo. Lo único que tenía por seguro eran los pequeños temblores, inesperados e intensos, me sacudían cada vez que lo tenía cerca. Y cuando murmuró: «Pésimas intenciones»… Santo cielo, nunca había experimentado algo así. El deseo de que aquello significase justo lo que parecía, recorrió mis venas hasta palpitar con fuerza en mi vientre.
El fuerte hormigueo que sentí cuando sus ojos se posaron en mis labios, era algo nuevo y aterrador.
Me froté rápidamente, antes de que el vapor se esparciera. Luego, en menos de un par de minutos, ya me había secado, colocado la ropa interior, y la mullida bata negra que Ares me prestó.
El suave aroma a colonia me envolvió y me sentí ligeramente mareada, cuando anudé el cinturón.
Tomé una toalla, sequé parte del espejo y me miré en el círculo sin vaho del cristal para poder desenredarme el cabello.
Un golpe en la puerta, me sobresaltó y sostuve del filo del lavabo.
—¿Nora?
Preguntó, desde el otro lado, y contuve el aliento.
—¿Sí…? —No estaba muy segura de cómo era correcto llamarlo, en nuestro primer encuentro, fuimos bastante formales. Sin embargo, luego, cuando fue a busacrme, él fue lo bastante agradable como para que me sintiese cómoda con la idea de tutearlo —. Señor, D’ Amico… —Me decanté finalmente por tratarlo con formalidad. No quería que creyese que era una mujer abusiva.
Lo escuché lanzar una profunda y gruesa carcajada. Lo que podía parecer insignificante, pero me provocaba la sensación de estar a punto de lanzarme colina abajo.
—Discutimos y nos reconciliamos en menos de veinticuatro horas, así que, creo que puedes llamarme Ares —, no puede evitar sonreír como una tonta —. Hice algunas compras y no he cenado todavía. Me preguntaba si… ¿Tienes hambre?
—Sí —. Dije abriendo la puerta del baño —. La verdad es que sí.
—Perfecto, en cuanto estés lista, puedes ir a la cocina —dijo agitando las manos, como si intentase atrapar el vaho que salía del baño.
Luego, me miró de arriba abajo y algo centelleó en el color avellana de sus ojos.
Sacudió la cabeza y se dio la vuelta, caminando por el pasillo hacia la sala.
Fui a ver a León a la habitación donde Ares, había improvisado una cama, para que durmiese esa noche, mientras establecíamos cómo manejar las cosas.
Mi pequeño dormía tranquilamente, acurrucado, con el cabello rubio sobre la frente y sus pequeños labios entreabiertos.
Al verlo dormir, me parecía tan pequeño e indefenso. Quería protegerlo de todo, verlo sonreír cada día, comprarle todos los juguetes que deseaba, poder darle una casa, un hogar. Quizás pronto pudiese alquilar una pequeña casa como esa, donde pudiese crecer sin temer a nada.
Suspiré profundamente, antes de cerrar la puerta suavemente y me dirigí a la cocina con un nudo en el estómago.
Cuando entré, lo vi de espaldas. Se encontraba frente a la encimera, sacando los víveres de la bolsa.
Aquella cocina no era tan grande, ni espectacular como la de la mansión, pero estaba limpia y ordenada. Demasiado. Lo que me decía que nadie había cocinado allí, en mucho tiempo.
—Lo siento, soy un desastre con todo esto de las compras —. Se dio la vuelta, apoyándose en el mármol con una leve sonrisa —. Creí que había comprado algo que pudiéramos comer rápido, aunque creo que me equivoque. Estaba casi seguro de haber tomado un paquete de pasta —se encogió de hombros —, parece que solo tomé la salsa de tomate. Estaba demasiado distraído, pensando en donde te encontraría y tomé cosas al azahar.
Miré rápidamente lo que estaban sobre la superficie pulida, buscando potenciales preparaciones. Fue cuando a mi mente llegó la imagen de un humeante estofado de carne y mi estómago reaccionó de inmediato, ante la promesa de una comida deliciosa.
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Editado: 29.11.2023