Se Solicita Amante

1. Monedas Rotas

Elias Rivera

Dicen que un hombre se conoce en la forma en la que se rompe, y yo me rompí con aquel sonido de una alcancía estrellándose contra la pared.

—¡Maldita sea! —grité, y el eco de mi voz quedó flotando en el aire húmedo del pequeño apartamento que comparto con mi abuela.

Los pedazos de barro quedaron regados por el suelo como el reflejo exacto de lo que quedaba de mí: fragmentos inútiles de algo que alguna vez tuvo forma. Entre los restos, unas cuantas monedas rodaron y se detuvieron, como burlándose de mí. Treinta y dos pesos con cincuenta centavos. Eso no siquiera alcanzaba para un mísero litro de leche.

La puerta de la habitación principal se abrió con lentitud. Marta, mi abuela, apareció con su bata color vino, arrastrando sus pies y sujetándose del marco como si le costara cargar con sus frágiles huesos y los achaques de su edad.

—¿Qué pasó, hijo? —preguntó, su voz era apenas un susurro y, aún así, tenía la fuerza que tiene una madre cuando siente que algo anda mal.

Tragué saliva y me pasé la mano por el cabello, tratando de no perder la compostura. —Nada, abue. Vi una araña enorme en la pared y… me asusté —le dediqué una sonrisa rota disfrazada de tranquilidad.

Marta frunció el ceño. Evidentemente no me creyó. No era tonta, pero tampoco decía nada para no lastimarme. —Una araña. Ajá. ¿Y por una simple araña gritaste como si se hubiera muerto alguien?

En ese momento me encogí de hombros y traté de dar la mejor de mis excusas. —Ya sabes como soy de dramático, abuela.

Ella suspiró, caminó hasta mí con ese paso lento pero firme que la caracteriza y se agachó con dificultad para recoger las monedas del suelo. ​​​​—Parece que no tenemos mucho… —murmuró, observándolas en su mano. Luego dirigió su mirada hacia mí y no dijo nada más, pero no hizo falta. Sus ojos sabían más de lo que yo podía explicar.

Trabajo de mesero en una fondita que huele a grasa desde las ocho de la mañana. Me pagan por hora, la paga es realmente mala, y las propinas son como los días buenos: escasos. Marta siempre me dice que busque algo mejor, pero ¿qué empresa va a contratar a un tipo de 26 años sin estudios, sin tiempo y con una abuela enferma a cuestas?

A veces pienso que estoy encerrado en una jaula sin barrotes. Mis días se repiten como una espiral barata, cada día es el mismo círculo reoetitivo: levantarme, preparar el desayuno, revisar que Marta tome sus pastillas, salir a trabajar, volver, contar el dinero y frustrarme porque con lo poco que traigo no alcanza para absolutamente nada.

Esa noche, después de barrer los restos de la alcancía, me senté frente a la mesa con una libreta vieja, sumando gastos y restando ilusiones. Marta salió de su cuarto de nuevo, esta vez con una cobija y me la puso en los hombros sin decir nada y se sentó a mi lado.

—No me gusta verte así —dijo al fin después de algunos minutos de incómodo silencio.

—No es nada, abuela, no te preocupes. Solo estoy cansado. En la fonda hay cada vez más trabajo —respondí intentando no causar preocupación en ella.

—No me mientas, muchacho tonto. Lo que tienes no es cansancio, estás harto que es diferente —ante sus palabras me quedé callado. —No tienes que cargar conmigo, Elias. Podrías vivir tu vida, buscar algo mejor lejos de aquí. Yo ya viví lo que tenía que vivir. Si abres las alas tendrás una vida más tranquila y sin tanto peso —su discurso se clavó en mí como daga en el corazón.

En ese momento le tomé la mano.
—No digas eso, por favor. No me lo vuelvas a decir nunca más.

—Eres joven, hijo. No naciste para vivir contando monedas rotas.

—Tú me criaste. No voy a dejarte ni ahora ni nunca, aunque lo único que pueda hacer por ambos sea tan solo esto, aunque te de solo miseria siempre estaremos juntos.

Ella me miró con los ojos brillosos y cristalinos. —Tu madre te dejó, pero tú me has dado el lugar en tu corazón que ella no quiso ocupar, y eso… eso para mí vale más que cualquier trabajo o cualquier cosa que puedas darme.

A la mañana siguiente me levanté antes de que el sol saliera. Fui por los periódicos al puesto de la esquina. El señor que atiende ya me reconoce; me hace un pequeño descuento porque dice que le doy lástima. A veces creo que tiene razón, hasta los vecinos perciben mi precaria situación.

Volví a casa y con un café en mano, hojeé los clasificados en la mesa de la cocina mientras Marta dormía. Nada nuevo. “Se busca ayudante general con experiencia”, “Guardia de seguridad con certificado vigente”, “Auxiliar contable con licenciatura”. Como si todos nacieran sabiendo.

Pasé las páginas hasta que un recuadro me detuvo. Estaba entre anuncios de cursos de inglés y préstamos inmediatos.

SE SOLICITA AMANTE.
Hombre atractivo, entre 25 y 35 años.
Discreto, mente abierta.
Horario flexible. Excelente paga.
Comisión por servicios especiales.
Comunicarse al número XXXXXXX.

Leí el anuncio tres veces. Creí que era una broma. Sonreí con burla, negando con la cabeza.

—Qué enfermo —murmuré.

Pero la voz interna que tengo, esa que no calla cuando estoy en el límite, me dijo algo distinto: “No tienes nada que perder.”




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