Yara Vanderhoof
La gente suele creer que tenerlo todo en este mundo es lo mismo que ser feliz. Una casa impecable en la zona más exclusiva de la ciudad, un apellido que abre puertas sin necesidad de decir “por favor”, joyas, autos, cenas en restaurantes con nombres y apellidos impronunciables. ¡Qué equivocada está la gente!
En efecto, sí, tengo todo eso, y sin embargo, lo único que no tengo… es vida.
Mi nombre es Yara Vanderhoof, y llevo cuatro años casada, cuatro años en los que no he sido nadie, solo la afortunada y elegante esposa de Axel.
Axel Delacroix: ese hombre al que todos admiran, el heredero carismático, el empresario joven, brillante, inalcanzable. El hombre perfecto ante las cámaras, los inversionistas y las portadas de revistas, el hombre casado más codiciado por las mujeres, el hombre que toda mujer sueña para compartir su vida. Y sin que nadie lo sepa, para mí no es así.
No cuando estábamos solos en casa.
No cuando, a la hora de la cena, apenas me dirigía la mirada y no había ni una sola palabra, ni siquiera un buenos días. No cuando desaparecía días enteros para sus supuestos viajes de negocios, de los que regresa oliendo a perfume barato, con marcas de maquillaje en la camisa y en el saco y con marcas en el cuello que ya ni siquiera se esfuerza por esconder.
Haciendo memoria, regresando un poco el tiempo, recuerdo que él no siempre fue así. La primera vez que lo vi, me deslumbró por completo y me dejo como una boba, como un niño cuando babea por una paleta que se le ha antojado. Y eso no se debió solo a su presencia, que realmente la tiene, y mucha, sino por su seguridad, su capacidad para hacer que todo pareciera tan fácil de hacer y de lograr.
Ambos teníamos veintidos años cuando contrajimos matrimonio.
Debo decir que no era ingenua… pero sí lo suficiente como para creer que el amor podía florecer entre cócteles y promesas cargadas de oro y regalos ostentosos.
Axel era dulce al principio, atento. Me escribía cada mañana, me llenaba de flores, me hablaba del futuro como si lo tuviera planeado conmigo en el centro. Cuando me propuso matrimonio, lo hizo en París, con una cena a la orilla del rio Sena y un anillo con un diamante tan grande que me llené de vergüenza al aceptarlo.
Mi madre lloró de emoción al enterarse de la noticia. Mi padre, quien en ese entonces administtaba la constructora de mi madre, apenas sonrió, pero me dio su bendición. —Has hecho un buen contrato — me dijo con una sonrisa como las que dibujaba en su rostro cuando cerraba uno de sus jugosos negocios. En su mundo, eso es más importante que el amor.
Debo confesar que me casé baatante enamorada, y hasta cierto punto, ciega. No fue sino hasta después de que regresamos de la luna de miel que descubrí aquel primer mensaje en su celular. Un “¿Cuándo repites lo de anoche?” enviado por alguien guardada como Tati G.
En ese momento no supe qué hacer, pero después de analizarlo durante mucho tiempo, decidí no reclamar. Solo borré el mensaje y guardé silencio.
Una semana después, encontré otra conversación. Esta vez con una mujer mayor, casada, que le pedía discreción.
Pueden adivinar, tampoco dije nada. En primer lugar, en mi mundo, un escándalo pesa más que una tonelada de concreto, y más cuando llevas un apellido que está siempre en el ojo público, al acecho de buitres periodistas que solo buscan crear sus niyasbamarillostas, y en segundo lugar, pensé que era algo pasajero. Que quizás era el miedo a la vida conyugal lo que lo llevaba a buscar aventuras. Tontamente pensé que conforme nos fuéramos adaptando el uno al otro se le pasaría.
Pero no se le pasó.
Axel es un infiel profesional, metódico y desvergonzado.
Una vez que ya no resistí mas, intenté enfrentarle. La primera vez que lo hice, me miró sin inmutarse y me dijo:
—No empieces con dramas. Si te molesta, haz como que no sabes. A nadie le conviene un escándalo —lo dicho, lo que nadie quiere en este ambiente es un chisme que enlode el apellido de renombre qué una lleva a cuestas.
Así de simple. Así de brutal.
Después de eso, aprendí a callar. Me convertí en la esposa perfecta, la esposa modelo, la mujer silenciosa que sonríe en las galas, aquella que saluda con gracia y amabilidad a las esposas de los socios, la que aparenta no ver cuando su esposo desaparece con una modelo al final de la fiesta, el trofeo que un marido luce y luego al llegar a casa arrumba como cual copa de fútbol.
—¿Cómo aguantas? —me preguntó una amiga una vez, en una cena privada al ver que Axel se perdía en la oscuridad de los jardines de un elegante salón, acompañado de una morena espectacular.
—No lo sé —le respondí—. Y en verdad no sé cómo es que ya no me inmuyaba su descaro. Supongo que con el paso del tiempo me acostumbre a verlo de la forma más normal posible, aunque acmveces realmente me sentía coml parte del mobiliario de su oficina, es decir, estaba ahí solo para adornar su bonita fachada de hombre ejemplar.
Es ese punto de la relación, lo más doloroso ya no eran las amantes. Era la indiferencia. Axel ya no me miraba. No me tocaba.
Hacía dos años que no dormía en nuestra cama y lo hacía más de una vez por semana. Y cuando lo hacía, era porque estaba borracho o agotado y se dejaba caer como si no hubiera nadie más. Al otro día, despertaba sin siquiera regalarme un "hola" y partía de nuevo hacia sus negocios y aventuras.
Él no me maltrataba físicamente, aunque si lo hubiera hecho siento que hubiera dolido menos. Lo suyo era más sutil, era la humillación lenta, la que no dejaba moretones, pero sí me dejaba vacía por dentro.
¿Y por qué me quedé?
Simple y sencillo, porque las mujeres como yo no se van. Porque se espera de mí que represente a la familia Vanderhoof con elegancia.
Porque he aprendido que el apellido pesa más que el alma, y al ser hija única, ese peso cayó única y exclusivamente sobre mí, sobretodo, hace un año que mi madre falleció de cáncer y me nombró heredera universal de todo lo que con esfuerzo construyó a lo largo de su vida.
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Editado: 07.07.2025