Elías Mendez
Salí de ese departamento como si hubiera estado dentro de una película extraña, una en la que yo era un actor que no entendía su guion. El elevador descendía lentamente y, mientras bajaba, sentía que mis latidos retumbaban en cada una de las paredes metálicas de este.
"¿Te interesa?"
Eso fue lo último que me dijo.
Me quedé en shock. No supe qué responder. Me quedé completamente callado, sentado en un cómodo y suave sillón frente a ella, sintiendo que el aire me faltaba. No por miedo… o quizá sí. No por la propuesta en sí, sino porque en ese instante supe que al cruzar esa línea no tendría retorno. El aceptar aquella propuesta no era un “sí” sin consecuencias. Era un pacto. Uno de esos que te cambian la vida por completo y no estaba listo para eso.
—Disculpe, no debí hacerla perder su tiempo, esto no es para mí —hablé aún bastante nervioso, me levanté y sin decir más salí de aquél departamento y del lujoso edificio en el que este se encontraba.
Cuando llegué a casa, Marta me esperaba en la sala, sentada en su sillón favorito, uno viejo, con alguno que otro resorte salido, ese que contrastaba con aquél en el que había estado sentado unas horas antes. Mi tierna abuela tenía una mantita sobre las piernas para mitigar el frío que se calaba en sus huesos. Estaba viendo su telenovela predilecta, pero al verme entrar, bajó el volumen y comenzó a interrogarme.
—¿Y? ¿Cómo te fue en la entrevista? ¿Conseguiste el empleo?
Me quedé un momento en silencio, colgando mi chamarra en el gancho junto a la puerta y armando en mi mente la mentira que iba a contarle.
—No, no era lo que pensaba —le dije, sin mirarla y sin querer profundizar más.
Ella frunció el ceño y siguió insistiendo en averiguar más.
—¿Acaso era algo raro? ¿Era algo ilegal?
—Pues no, era más bien extraño —respondí, recostandome a su lado y colocando mi cabeza sobre su cálido regazo. —Simplemente no era un trabajo común. No era nada peligroso… pero tampoco algo que me haga sentir cómodo.
Afortunadamente Marta no preguntó más. Solo asintió y acaricio mi cabello haciendo en él círculos con sus dedos.
—Si algo no te da paz, hijo, entonces no es por ahí.
Quise decirle que necesitábamos el dinero que aquella propuesta nos daría y que si no era por ahí entonces no sabía cuál camino quedaba. Pero me lo tragué. No quería preocuparla más de lo necesario. Ella era bastante buena para intuirlo todo, pero yo era aun más bueno para fingir que podía con el mundo si era necesario.
Volví a la fonda al día siguiente. Llegué temprano, con el mandil al hombro y la esperanza rota bien guardada en el bolsillo.
—Mendez —me habló el dueño del lugar apenas al verme entrar por la puerta. —¿Tienes cinco minutos? —entonces asentí con la cabeza y fui conducido a su oficina, a ese lugar en el que nadie entraba a menos que fuera algo importante, y esos malditos cinco minutos fueron los que me tomó perder lo poco que me quedaba de estabilidad económica y emocional.
—Mira, muchacho, no es personal —empezó, frotándose la nuca como si eso hiciera menos cruel lo que estaba por venir. —Es que ya no podemos tener a alguien solo medio turno. Vamos a contratar a un chico de tiempo completo, que no tenga compromisos. La fonda esta creciendo más y necesito gente comprometida con el trabajo.
—Pero… yo siempre llego puntual. Nunca he faltado —el terror de sospechar lo que estaba intentando decirme se apoderó de mí.
—Lo sé. Y eres bueno. Pero necesitamos otra cosa. Te he apoyado hasta donde he podido pero en verdad, si no puedes trabajar tiempo completo aquí, es mejor que busques otra cosa que se acomode a tus horarios y a tu situación familiar.
No discutí. No supliqué. Me limité a asentir, a ir por mis cosas, y salir por esa puerta con mi mandil aún entre las manos.
Volví a casa más temprano de lo usual. El silencio me recibió como un viejo enemigo. Al llegar, fui a buscar a Marta pero estaba dormida en su habitación, respirando con dificultad. Entonces fui a la cocina, me serví un vaso de agua y me senté frente a la mesa a intentar pensar la manera de solucionar las cosas, en lo que iba a hacer para solventar los gastos.
Empecé a hacer cuentas con el poco dinero que me quedaba. No alcanzaba para nada. Ya no alcanzaba.
Y mientras calculaba lo incalculable, escuché un golpe seco proveniente del baño.
—¿¡Abuela!?
Corrí. La encontré tirada en el suelo, junto al lavabo. Había rastros de sangre en el borde del lavamanos. Estaba inconsciente, pero respirando. Su cara estaba pálida como papel.
No recuerdo bien cómo logré bajarla, cargarla, subirla a un taxi y llegar al hospital. Todo fue un torbellino.
En la sala de espera, mientras un médico la valoraba, me temblaban las piernas. No quería que nada malo le ocurriera a la mujer que me crío cuando mi madre biológica no quiso hacerlo, ella era todo para mí y no quería perderla.
—¿Es usted su único familiar? —me preguntó la enfermera que se estaba encargando de abrir su expediente.
Asentí.
—Le informo que su abuela se tiene que quedar internada. Tiene anemia avanzada, deshidratación y un fuerte golpe en la cabeza. ¿Tiene seguro de gastos médicos?
Tragué saliva. Ni siquiera sabía que era eso que me estaba pidiendo pero era un hecho que no lo tenía.
—No. No tengo nada —respondí con la cabeza agachada y la mujer suspiró con pesadez, ironía, hartazgo, y fastidio en esa sola exhación, como si yo no valiera nada o valiera menos que cualquiera de los otros familiares y pacientes que se encontraban aquí.
—Entonces tendrá que cubrir el depósito de ingreso. Son doce mil pesos, por ahora.
¿Doce mil? Sentí que el mundo se me venía encima. Ni siquiera acompletaba los mil. Tenía rentas atrasadas, ropa vieja, el refrigerador sin alimentos, estaban a punto de cortarnos la luz y mi dignidad a medio usar. Y, sin embargo, firmé el ingreso y el pagaré por esos doce mil pesos. Porque no iba a dejarla morir.
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Editado: 07.07.2025