Elías Mendez
Una vez que todas las cartas estuvieron puestas sobre la mesa, le pedí a Yara que me diera algunos días antes de empezar a trabajar para ella. Debido a la situación por la que estaba pasando mi abuela, tenía que buscar algún empleo de último minuto que me permitiera pagar la cuota de ingreso, al menos por ahora.
—Te daré ese dinero —respondió sin dudas ni titubeos.
—No lo creo, tan solo el ingreso alcanza la cantidad de doce mil pesos, y aun me falta cubrir los gastos de hospitalización —intenté que comprendiera los motivos por los cuales no podía ponerme a su disposición de inmediato pero lo que dijo me dejó completamente perplejo.
—He dicho que te daré esa cantidad. Doce mil pesos no son nada —dijo Yara, como si estuviera hablando del precio de un café, de un pan, o de alguna de esas cosas tan básicas y comunes, y que yo ya no era capaz de comprar.
Para ella tal vez eso era como quitarle un pelo a un gato, pero para mí, doce mil pesos significaban meses de trabajo, sacrificio, esfuerzos acumulados, días enteros sin comer bien para ahorrar un poco más. Y sin embargo, ahí estaba yo, sentado en su sillón impecable, cuando Yara se acercó y colocó el dinero sobre mis manos y no pude negarme.
En ese instante sentí que mis manos ardían. No sé si era por la gran suma o porque en el fondo me sentía humillado.
—No quiero limosnas. Puedo conseguir ese dinero yo mismo —murmuré un poco molesto dejando el dinero sobre su costosa mesa de centro.
Ella se cruzó de brazos, firme. No se molestó, no hizo ningún gesto condescendiente, solo me miró con esos ojos tranquilos que tenía, y dijo:
—¿Y cuánto tiempo te tomará reunirlo? No creo que quieras que tu abuela muera por culpa de tu estúpido orgullo, ¿o si?
Esas palabras me desarmaron por completo. No supe qué responder y me quedé en completo silencio, solo pensando en todo y nada al mismo tiempo.
Dolía admitirlo, pero Yara tenía razón. No había forma en que yo pudiera pagar el hospital. Y en este momento tan crítico en el que la vida me había puesto no se trataba de mí o de lo que yo quisiera y sintiera. Se trataba de Marta. De mi única familia.
Con mi ama llena de pesar y vergüenza tomé el dinero y lo guardé en uno de los bolsillos de mi chaqueta sin contarlo. No se hubiera visto bien que a pesar de que Yara me estuviera ayudando, yo me hubiera puesto exigente a analizar si el monto estaba completo o no.
Recuerdo que no dije “gracias”. No porque no lo sintiera, sino porque no encontraba la forma de que esa palabra no sonara a derrota, a fracaso y a dependencia hacia ella.
—No te estoy comprando, Elías. —agregó, suavemente Pier en el fondo creo que entendió la lucha interna qué tenía conmigo mismo—. Esto es parte del trato, tómalo como un adelanto. Te lo dije desde el inicio. Yo cubriré todos los gastos necesarios para que puedas estar disponible cuando yo lo requiera, incluyendo esto.
Al día siguiente, Marta fue atendida con todo lo necesario y por primera vez, los doctores, las enfermeras y todo el personal del hospital, la trataron sin la cara de juicio que tienen cuando saben que el paciente no tiene seguro y no tienen alguna garantía con la cual cobrar por sus servicios.
Yo dormí junto a su cama esa noche, con una silla dura y una manta prestada, pero dormí tranquilo, por primera vez en días, tranquilo.
Y, aunque no lo dije en voz alta, sabía que se lo debía a ella. A Yara.
Tres días después acudí de nuevo al departamento de Yara, una hura más tarde supe lo que era entrar a una de esas tiendas en donde el precio ni siquiera está exhibido.
Eso, en mi mundo, significa que no lo puedes pagar.
Habíamos quedado en vernos “para una salida rápida”, según sus palabras. Pero en lugar de una cena o un café, o un antro, me llevó directamente a una boutique en una de las plazas más exclusivas de la ciudad.
—¿A dónde vamos? —pregunté, sintiendo que mis tenis decolorados y desgastados no estaban a la altura de esos pisos brillantes sobre los que ahora caminaba.
—A comprarte ropa.
Me detuve en seco y no di un solo paso más.
—No. Eso sí que no. No necesito ropa nueva para salir contigo. No necesito que me humilles de esa manera.
—Sí, sí necesitas —respondió, sin detenerse— Vas a acompañarme a lugares en donde todo el mundo juzga. En donde las miradas pesan. No puedes entrar con esa camisa, Elías.
Miré mi camisa. No estaba sucia. Estaba limpia. Gastada, sí, pero digna. Para mi era de lo mejor que tenía y a ella le parecía poca cosa.
Me sentí… humillado. Pero no por ella. Por mí. Por no poder permitirme ni una camisa decente y que estuviera a su altura.
—No me gusta que me compren —le dije, con los dientes apretados.
Ella giró sobre sus tacones y me miró con calma.
—¿Y a mí crees que me gusta tener que comprar compañía porque mi marido me ignora?
Esa frase me detuvo.
No era burla. Era una confesión llena de furia y sentimiento.
—En mi caso, estoy haciendo lo que tengo que hacer para sobrevivir emocionalmente —añadió—. ¿Tú no?
No supe qué contestar. Preferí guardar silencio ya que no tenía un argumento que me ayudara en este momento.
Al ver que me quede completamente mudo ella se giró, caminó y yo la seguí hasta entrar con ella a la tienda, sintiéndome como si pisara un lugar prohibido.
La vendedora que estaba en la entrada nos saludó con una sonrisa de catálogo.
—¿En qué puedo servirles?
Yara no perdió tiempo.
—Quiero conjuntos completos para él. Casual elegante. Tallado, moderno. Que se vea caro, porque lo es.
La mujer me miró de arriba abajo.
Yo me sentí como un fraude. Como un impostor. Como un chico pobre tratando de parecer millonario, y entonces vino el comentario más destinado y burlesco que alguien podía hacer en ese momento.
—La zona de uniformes para chófer está en el tercer piso, ahí encontrará lo que busca —la vendedora supo como hacerme sentir peor de lo que ya me sentía,
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Editado: 07.07.2025