La sala de mediación está decorada con colores suaves, ventanas luminosas, diseños aparentemente distendidos, probablemente pensados para crear una atmósfera amigable y menos intimidante para los niños. Pero a mí, esas paredes de tonos pastel me parecen un escenario hostil contra mi integridad, contra la integridad de mi hijo, un auténtico campo de batalla disfrazado de indignante neutralidad. Estoy sentada en una silla baja, con Ivo en mi regazo y mis manos lo rodean como un escudo. Su pequeño cuerpo se apoya en el mío, tranquilo pero también alerta, como si sintiera la tensión que vibra en el aire.
A mi alrededor, las psicólogas y los abogados conversan en susurros, delineando las pautas de lo que será este primer encuentro supervisado, la primera vez que se conozcan en persona Pawel e Ivo. Mi abogado actual, el doctor Aldrich, me ha repetido varias veces que todo está bajo control, que no debo preocuparme, que este es solo un paso en un proceso que no puedo evitar. Pero sus palabras no consiguen apaciguar el nudo que tengo en el estómago, una mezcla de miedo, rabia e impotencia.
Nikodem está fuera, esperándome en el coche como le pedí. Le dije que no quería que entrara, que necesitaba manejar esto sola, pero más bien lo hice porque sé que perderá los estribos con las provocaciones de Pawel y ya hubo mucho daño de por medio que Niko sufrió como heridas colaterales a lo cual no puedo seguir consintiendo. Aun así, tengo mi móvil apretado en la mano, como un amuleto, lista para marcar su número al más mínimo indicio de peligro. Sabe que, si lo llamo, debe intentar entrar sin dudarlo, sin preguntar. Ese es nuestro acuerdo, un último resquicio de control en medio de esta situación que parece sacado de mis peores pesadillas.
La puerta de la sala se abre lentamente y el sonido del picaporte girando me hace tensar los hombros.
Es él…
Pawel entra. Su figura imponente llena el umbral y, por un segundo, el aire parece quedarse atrapado en mis pulmones. Lleva una camisa turquesa y pantalones de gabardina con zapatos deportivos, perfectamente arreglado, pero sus ojos tienen ese brillo inquietante, ese destello de determinación y poder que siempre ha utilizado para doblegarme. Su mirada recorre la sala hasta encontrarnos a Ivo y a mí, y en ese momento, siento que todo mi cuerpo se congela.
Ivo me aprieta, siento sus deditos aferrándose a mi blusa. Pawel avanza despacio, midiendo cada uno de sus pasos como si se acercara a una presa asustada. Me obligo a respirar, a no mostrar el odio verdadero que siento hacia su persona, a los horribles recuerdos que me ha dejado, a mantenerme firme por mi hijo.
—Hola, Ivo—dice Pawel, con su voz suave, pero carente de la calidez que debería tener un padre cuando se encuentra con su hijo. Extiende los brazos con una sonrisa que pretende ser afectuosa, pero que a mí me parece demasiado forzada, demasiado ensayada—. Soy papá.
El corazón me duele al escuchar esas palabras. ¿Cómo se atreve a reconocerse a sí mismo como padre de Ivo? Mi hijo ya tiene un padre verdadero que lo cuida desde que estaba en mi vientre y ese padre se llama Nikodem, caray.
Cada fibra de mi ser grita que lo proteja, que no lo deje ir. Pero sé que no puedo detener esto. Las psicólogas me observan, una de ellas asiente ligeramente, indicándome que es momento de soltarlo. Miro a Ivo, con su carita de incertidumbre, y me siento como si estuviera entregando una parte de mi alma.
No.
Estoy entregando a alguien que vale mucho más que mi propia vida.
—E…está bien, cariño. —Mi voz tiembla, pero trato de sonreírle, de darle algo de seguridad aunque yo misma no tenga ninguna—. Es... —¿“Papá”? ¿Realmente le diré así a Pawel? Si el equipo profesional me ve con reticencias puede jugar en mi contra—. Solo… vamos a estar aquí contigo, cariño.
Levanto a Ivo y lo paso a los brazos de Pawel. El contacto se siente frío, ajeno, y me duele más de lo que puedo describir. Ivo se remueve, sus ojitos se evidencian llenos de confusión, y luego estalla en un llanto desgarrador que rompe el silencio de la sala. Se agarra de mis manos, intentando volver a mi pecho y mi primer instinto es tomarlo de nuevo, pero Pawel lo sostiene firmemente. Me asusta que lo pueda dejar caer.
—Tranquilo, pequeño—dice Pawel, pero Ivo solo llora más fuerte, su llanto queda resonando como un eco doloroso en mis oídos. Las psicólogas intervienen, me piden con gestos que calme a Ivo, que suavice la transición. No quieren que esto se convierta en una escena caótica.
Me arrodillo al lado de Pawel, acariciando la espalda de Ivo, tratando de susurrarle que todo está bien, que no tiene que tener miedo.
—Calma, corazón, calma. Mamá está aquí contigo.
Dicen que los bebés tienen memoria fetal, pues debe de tenerla porque definitivamente fue luego de la paliza en la que Pawel me lesionó de muchas maneras que me enteré que estaba embarazada de Ivo.
Cada palabra que digo se siente como una mentira y la desesperación de Ivo solo alimenta la mía.
Tras el llanto cede un poco y, lentamente, Ivo se calma lo suficiente para aceptar estar en los brazos de su padre biológico, aunque sigue lanzándome miradas nerviosas, buscando mi aprobación a cada momento.
—Todo va a estar bien, mi amor—le digo entre sollozos, pero quisiera creer yo misma en mis palabras.