El día ha llegado, y siento que todo en mí se desmorona. Mis manos tiemblan mientras sostengo a Ivo, sintiendo el calor de su cuerpecito contra mi pecho, su respiración se siente suave y rítmica contra la piel de mi cuello e intento apreciar la sensación hasta el último segundo que puedo mantenerlo pegado a mí.
Estamos en el juzgado, en una de esas salas frías y asépticas donde todo parece indicar que irá directo al cajón de mis mayores traumas. Pawel está a unos metros de mí, acompañado por sus padres, quienes han venido para este "momento histórico", como lo llamó su abogado, con una sonrisa que aún me deja un dolor punzante en la cabeza. Lo único que puedo pensar es que estoy a punto de ceder a mi hijo, al único ser que me ha dado fuerza para seguir adelante y que es el mayor punto en discordia.
—No puedo creer que esto vaya a suceder finalmente—dice Nikodem a mi lado, con su mano en mi espalda, tratando de calmarme. Su voz es suave, pero sé que por dentro también está luchando, tratando de mantener la compostura por mí. Él ha respetado cada instante desde el comienzo, pero este día ha coincidido con una presentación importante que se le ha atribuido en vías a asumir la dirección de Salud Mental en el hospital para el que trabajar.
La situación está con cierta demora y si algo me he prometido desde el inicio es que haré todo lo que esté a mi alcance para que él no se siga perjudicando.
—Tienes que irte —le digo, sin mirarlo a los ojos. Si lo hago, sé que no podré soportarlo. Sé que si lo miro, veré el reflejo de mi propio miedo y no quiero caer más hondo en esta espiral de carga negativa.
—No quiero dejarte sola —insiste.
—Niko, lo hablamos, lo tengo controlado—miento con lo último y mis palabras salen como un susurro quebrado. No estoy bien. No estoy ni cerca de estar bien, pero necesito que se vaya, porque su presencia solo hace que la realidad sea aún más insoportable—. Tienes que trabajar, este evento es importante en tu carrera.
Nikodem me mira durante unos largos segundos, como si estuviera evaluando alguna señal de que lo necesito más de lo que estoy dispuesta a admitir. Finalmente, asiente.
—Llámame si necesitas algo, cualquier cosa. —Su voz es tensa, su mandíbula apretada y siento la rabia contenida que está tratando de mantener bajo control. Pero lo entiendo. Él quiere protegernos, quiere evitar que esto suceda, igual que yo. Sin embargo, las circunstancias nos han arrinconado en este punto.
—Lo haré—le respondo con una sonrisa falsa, demasiado débil para engañarlo realmente. Él me besa la frente y se aleja, su figura desapareciendo lentamente por el pasillo del juzgado, dejándome sola en esta tormenta.
Es cuestión de minutos hasta que finalmente sucede.
Llega el juez con el equipo mediador. Pawel da un paso al frente, junto a sus padres y sus miradas fijas en Ivo como si fuera un trofeo, algo que ha ganado tras años de guerra. Me duele el pecho con solo pensarlo. El sonido de los tacones de su madre resonando en el suelo de mármol es lo único que puedo escuchar mientras la distancia entre nosotros se acorta.
—Madalina—dice Pawel, con su voz calmada pero tensa, como si estuviera hablando con una extraña. No con la madre de su hijo. No con la mujer a la que alguna vez dijo amar.
No puedo responder. No confío en mi voz en este momento. Mis brazos se aprietan involuntariamente alrededor de Ivo, quien está empezando a inquietarse, como si supiera lo que está a punto de suceder. ¿Cómo podría no saberlo? Los niños siempre sienten estas cosas.
—Es solo por unos días—agrega, como si eso hiciera todo mejor, como si esas palabras mágicas pudieran disipar el abismo de miedo y dolor que se ha abierto ante mí.
Lentamente, muy lentamente, levanto a Ivo. Sus bracitos aún están aferrados a mi cuello, sus ojos yacen mirándome con esa mezcla de inocencia y dependencia que solo empeora el nudo en mi garganta. Cuando finalmente lo coloco en los brazos de Pawel, el mundo parece romperse a mi alrededor. Ivo empieza a llorar inmediatamente, sus pequeñas manos siguen extendiéndose hacia mí, buscando el consuelo que siempre ha encontrado en mí. Pero ahora no puedo dárselo.
—Shh, tranquilo, pequeño—dice Pawel, meciéndolo torpemente, como si estuviera sosteniendo algo frágil, algo que no sabe cómo manejar. Pero no es suficiente. Ivo sigue llorando, cada sollozo perforándome como un puñal.
—Déjame... déjame calmarlo —susurro, casi sin aliento, porque no puedo soportar verlo así. No puedo. Las psicólogas intervienen, diciéndome que tengo que darle tiempo, que esto es parte del proceso. Pero ¿cómo explicas eso a un bebé que solo quiere a su madre?
Finalmente, me permiten acercarme, y en cuanto lo tomo en mis brazos, Ivo deja de llorar, su carita mojada por las lágrimas enterrada en mi cuello. La sensación de alivio es tan fuerte que casi me derrumba, pero sé que es temporal. Tengo que entregarlo de nuevo. Tengo que dejar que Pawel lo tenga, aunque me esté matando por dentro.
—Madalina, has sido muy valiente—añade la madre de Pawel—. Ahora, sabes cómo sigue el proceso. Tenemos que marcharnos.
Cielos. Cielos, cielos, cielos.
—Te prometo con mi vida—añade la bruja mentirosa—, que el niño estará bien. Nos vemos el lunes, Madalina.
Cuarenta minutos después después, aún sintiendo el ardor y la euforia de lo que acaba de suceder.
Me encuentro en una cafetería, esperando a…Nastia.
Yo sola.
El solo hecho de pensar en este encuentro me revuelve el estómago, pero sé que es necesario.
He cedido a ella y quizá lo hice porque siento que mi vida no tiene rumbo y la posibilidad de arrojarme al vacío puede que me de algo de calma, ¿es una opción? Es arrojarme al vacío por completo al encontrarme con ella, o bien, buscar algo que me brinde un poco de certeza o garantía de que estoy haciendo lo correcto.
La puerta se abre y la veo, allí está ella. No se la ve triste, pero tampoco feliz. Se acerca a mi mesa y se sienta frente a mí sin esperar una invitación, como si esto fuera una reunión entre viejas conocidas.